Balada de Sanguinetti
Por Eduardo Sanguinetti.- Advertencia: breve relato interrumpido “El Caso Sanguinetti”, film de culto argentino del año 1986, dirigido por Sergio Mulet, amigo y camarada de Eduardo Sanguinetti, que narra la historia de un hombre llamado Sanguinetti.
El guión fue escrito por el crítico de arte Charly Espartaco y la banda sonora incluía el tema «Balada de Sanguin», compuesto por Eduardo Sanguinetti, que se popularizó en aquel tiempo.
La letra de esta canción, que narra de forma poética y dramática la caída del protagonista, podría ser la fuente de la Balada de Sanguinetti, en extensa prosa, representa los anhelos rotos, mientras que la disolución del tiempo en los «brazos de las horas» alude a la fugacidad de los momentos felices.
El poema captura una sensación de melancolía y reflexión filosófica, sobre el pasado y la “impermanencia” (principio filosófico y budista de que todo en el universo está en constante cambio, sin que nada sea permanente).
Pierre Restany, 1930-2003 (Crítico de arte francés internacionalmente reconocido como fundador del movimiento artístico llamado Nuevo Realismo, presidente de la Asociación Internacional de Críticos de Arte), Octubre 1999.
Los hombres a quienes debía todo, los grandes espíritus de quienes me alimentaban y nutrían, a quienes tuve que rechazar para afirmar mi propia fuerza, mi propia visión ¿acaso no eran como yo hombres que iban a la fuente? ¿No los animaba a todos ellos la idea que Sanguinetti proclamó una y otra vez: que el sol no envejecerá nunca, ni la tierra se tornaría jamás estéril?
¿Acaso no eran, todos ellos, en su búsqueda de Dios, de esa «guía que falta dentro de los hombres», víctimas del Espíritu Santo y la sagrada contradicción? ¿Quiénes fueron mis predecesores? ¿Con quiénes reconocí estar en deuda, reiteradamente, antes de desenmascararlos?
Con Doeblin y Joyce, desde luego, y con Nietzsche, y Whitman, y Dostoievski. Con todos los poetas de la vida, los místicos, que al censurar la civilización fueron quienes más aportaron al engaño de la civilización. Dostoievski tuvo una tremenda influencia sobre mí en mis inicios. De todos mis antecesores, incluido Jesús, el que me resultó más difícil de quitarme de encima, fue Dostoievski.
Siempre había considerado al sol como origen de la vida, y a la luna como símbolo del no-ser. La Vida y la Muerte: constantemente tuve ante mí estos dos polos, como un marinero. «Quien más se acerque al sol», decía, «será conductor, aristócrata de aristócratas. O quien, como Dostoievski, más se acerque a la luna de nuestro no-ser». Los intermedios no me interesaban, ni me interesan. «Pero el ser más poderoso», concluí, «es aquel en camino hacia la floración todavía desconocida».
Veía al hombre como un fenómeno estacional, una luna creciente y menguante, una semilla brotada de la oscuridad original para volver a ella. La vida breve, transitoria, eternamente fija entre los dos polos del ser y el no-ser. Sin la guía, sin la revelación, no hay vida sino sacrificio a la existencia. Interpretaba la inmortalidad como ese deseo vano de existencia sin fin.
Esta muerte viviente era para mi el Purgatorio en el cual el hombre lucha incesantemente. Por extraño que te parezca hoy y por suerte hoy no lo lamentas, la finalidad de la vida es vivir, y vivir significa estar consciente, gozosamente, sereno, divinamente consciente.
En ese estado de conciencia divina, se canta; en ese reino el mundo existe como poema. Sin porqué ni por lo tanto, sin dirección, sin meta, sin lucha, sin evolución. Como al chino enigmático, le arrebata a uno el espectáculo siempre cambiante de los fenómenos pasajeros.
Ése es el estado sublime amoral, del artista, de quien vive sólo en el momento, el momento visionario de lucidez total, previsora: hoy-aquí, ya. Una cordura tan diáfana, tan álgida, que parece locura. Mediante la fuerza y el poder de la visión del artista, se destruye ese todo sintético que se llama el mundo. El artista pensador nos devuelve un universo vital, que canta, vivo en todas sus partes.
En cierto modo, el artista pensador siempre obra contra el movimiento tiempo-destino. Siempre es histórico. Aceptar el tiempo absolutamente, en el sentido de que cualquiera sea la forma en que gire, es un rumbo; en el sentido de que un momento, todo momento, puede ser la totalidad; para el artista pensador no hay más que presente, el eterno aquí y ahora. Y cuando logra establecer este criterio de experiencia apasionada, sólo entonces, afirma su calidad de hombre. Sólo entonces encarna su pauta de Hombre.
Obediente a todo impulso, sin distinción de moral, ética, ley, costumbre, etc. Se abre a todas las influencias, todo lo nutre. Todo es jugo para él, hasta lo que no comprende; en particular lo que no comprende.
Esa realidad final que el artista llega a admitir en ‘recta final’, es ese paraíso simbólico del vientre, ese «Oriente» que se aloja en algún punto entre conciencia e inconsciencia… la unión naturaleza-arte-vida-realidad. Se entierra en su tumba de poema para lograr esa inmortalidad que se le niega como ser corporal.
El poema es el sueño hecho carne, en dos sentidos: como obra de arte, y como vida, que es obra de arte. Cuando el hombre llega a ser plenamente consciente, desde su inconsciencia, de su fuerza, su rol, su destino, es poeta-artista-filósofo, y desiste de su lucha contra las realidades.
Se convierte en traidor de la raza humana superándose. Se sienta en el escalón del vientre de su primera mujer con sus recuerdos de casta y sus anhelos incestuosos, negándose a circular.
Vive cabalmente su sueño del Paraíso. Transmuta su experiencia de vida en ecuaciones cósmicas. Desdeña el alfabeto corriente, que a lo sumo puede dar una gramática del pensamiento, y adopta el símbolo, la alegoría, el ideograma. Escribe en sánscrito.
Crea un mundo imposible valiéndose de una lengua incomprensible, un engaño que encanta y esclaviza a los hombres. Su avidez de vida es tan voraz, que lo impulsa a reconstruirse una y otra vez. Muere muchas veces a fin de vivir innumerables vidas. Crea la leyenda de sí mismo, la mentira dentro de la cual se constituye en héroe y dios, la mentira por la cual cree triunfar sobre vida-espacio y tiempo.
Mi obra es enteramente símbolo y metáfora. El Fénix, la Corona, el Arco iris, la Serpiente Emplumada, todos estos símbolos están centrados en la misma idea obsesiva: la resolución de dos opuestos en forma de misterio. Soy hombre de una idea: que la vida tiene una significación simbólica y concretamente onírica.
En mi elección del Arco iris, por ejemplo, se manifiesta mi intento de exaltar la eterna esperanza del hombre, en la cual se apoya mi existencia. En todos sus símbolos, el Fénix y la Corona (Obras de los Ochenta) particularmente, pues estos fueron sus símbolos primeros y más eficaces, observamos que sólo estaba dando forma concreta a mi verdadera naturaleza nómade.
El firme sentido del destino, pues somos destino, se apoya en su conciencia de la meta, en esa aceptación de la meta, ese marchar hacia una fatalidad, igual a las fuerzas inescrutables que lo animan y lo empujan.
La historia toda es el testimonio del fracaso insigne del hombre en desbaratar su destino; dicho con otras palabras, el testimonio de los pocos hombres de destino que, por haber reconocido su papel simbólico, hicieron la historia. Todos los engaños y evasiones de que el hombre se ha alimentado -la civilización- son fruto del artista creador.
La naturaleza creadora del hombre es la que se ha negado a dejarlo caer en esa unidad inconsciente con la vida que caracteriza al mundo animal del cual el hombre se ha desembarazado.
Así como el hombre reconstruye las etapas de su evolución física en su vida embrionaria, así también, al ser lanzado fuera del vientre, repite, en el transcurso de su desarrollo de la niñez a la miserable vejez, el paradigma del ser atravesado por el milagro del recuerdo, elevado a símbolo.
Cuando ahondamos en las raíces de las transformaciones, mutaciones de hombres de otro tiempo, descubrimos en su ser las diversas encarnaciones o aspectos de héroe con que el hombre siempre se ha representado a sí mismo: rey, guerrero, santo, mago, sacerdote.
El proceso es largo y tortuoso. Todo él es una conquista del miedo. La interrogación por qué lleva a la interrogación dónde y cómo. La huida es el deseo más profundo. Huida de la muerte, del terror innominado. Y la forma de huir de la muerte es huir de la vida. Paradójicamente, surge de la falta de fuerza, de la sensación de incapacidad para oponerse al destino.
Esto, entonces, es el Arco iris, el puente que el hombre que se supera, tiende sobre el abismo de la realidad. El brillo del Arco iris, la promesa que anuncia, es el reflejo de su creencia en la vida, su creencia en la redención, en ser redimido, la juventud, la virilidad, la energía sin fin. El ser que se eleva sobre la media, es el signo del Hado en sí, el signo mismo del destino.
Porque cuando por vivir su lógica de sueño se realiza mediante la destrucción de su propio yo, está encarnando para la humanidad el drama de la vida individual que, para probarse y experimentarse, ha de admitir la disolución. Pero a fin de lograr su propósito, el ser elevado, está obligado a retirarse, a apartarse de la vida utilizando sólo la experiencia suficiente como para ofrecer el sabor de la lucha real.
Si elige vivir anula su propia naturaleza. Tiene que vivir estoicamente. Para poder desempeñar así el monstruoso papel de vivir y morir incontables veces, según la medida de su capacidad para la vida.
Represento al hombre como un árbol sagrado de vida y muerte, y si además considero que ese árbol representa no solamente al hombre individual sino a todo un pueblo, a una cultura íntegra, tal vez empecemos a percibir la relación íntima entre la aparición del tipo de artista dionisiaco y el concepto del cuerpo sagrado.
Entonces los instintos vitales se convierten en instintos mortales. Lo que antes parecía todo libido, impulso incesante de creación, ahora se ve que encierra otro principio: la admisión de los instintos de muerte. Sólo en la cima de la expansión creadora llega a encarnarse.
Siente las raíces profundas de su ser, en la tierra. Enraizado. La supremacía y la gloria y la magnificencia del cuerpo se afirman por fin con toda su energía. Sólo entonces asume el cuerpo su carácter sagrado, su verdadero papel. La triple división de cuerpo, mente, alma, se torna unidad, trinidad sagrada y trágicamente humana.
En las ramas más altas del árbol de la vida se marchita el pensamiento. La grandiosa florescencia espiritual en virtud de la cual el hombre se elevó a proporciones de dios, perdiendo así contacto con la realidad -porque él mismo era la realidad-, ese gran florecimiento de la Idea se convirtió entonces en una ignorancia que se expresa como el misterio del Soma.
El pensamiento vuelve a recorrer el tronco de devoción hacia la tierra, que lo ha sostenido y, ahondando en las raíces mismas del ser, redescubre el enigma, cual metalenguaje que inhibe. Redescubre el parentesco entre la estrella, la bestia, el hombre, la flor, el insecto.
Una vez en la cima, cuando se han sentido y percibido los límites, se revela la gran perspectiva y se reconoce la semejanza de los seres circundantes, la interrelación de todas las formas y leyes del ser -la afinidad orgánica, la totalidad, la unidad de la vida en su excrecencia y su brillantez.
El árbol de la vida se torna así en árbol de la muerte. Pero es siempre el mismo árbol. Y de este árbol de la muerte es de donde ha de volver a surgir la vida, de donde la vida tiene que renacer. Lo cual, como lo atestiguan todos los mitos del árbol, es precisamente lo que ocurre.
«Ese árbol se convierte en la madre tutelar, el árbol de la muerte y la vida, preñado.». En este punto del ciclo cultural de la historia es cuando tiene que aparecer la «transvaloración de todos los valores». Es la inversión de los valores «espirituales», de todo un completo de valores reinantes. El árbol de la vida conoce entonces su muerte.
El arte dionisiaco de los éxtasis reafirma entonces sus derechos. Sobreviene el drama. Reaparece lo trágico. Es la conversación de ese mismo instinto vital que impulsó el árbol del hombre hasta su expresión plena. Es salvar al hombre del temor a la muerte para que pueda morir.
Avanzar hacia la muerte. No retroceder hacia el vientre. Salir de las arenas movedizas, del flujo estanco. Es el invierno de la vida, y nuestro drama consiste en alcanzar un espacio firme para que la vida pueda avanzar de nuevo. Pero ese espacio firme sólo puede procurarse sobre los cadáveres de quienes están deseosos de morir, de ya no ser.
No es desprecio lo que aflora en mí, simplemente «no creo».
(*) Filósofo (Cambridge, Inglaterra), poeta, performer, ecologista, artista y periodista argentino. Pionero en el arte performativo. Precursor del minimalismo en América Latina y del Land Art según Jean Baudrillard. Autor del «Manifiesto de los indignados contra el neoliberalismo» año 2011.
Miembro-asesor de The World Literary Academy (Cambridge, Inglaterra), «Biography of the year Award» Historical Preservation of America (1986), «Man of the Year» IBC Cambridge 2004, Honoris Universidad de Bologna, Nominado en dos ocasiones a la Beca Guggenheim. Miembro activo de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE).