El prócer que la historia olvidó: Cafulcurá, señor de las Pampas
Por Andrés Bonatti* Fue un estratega político, un conductor de pueblos y un protagonista decisivo en la construcción de la Argentina del siglo XIX.
La mañana del 30 de mayo de 1855, Bartolomé Mitre llegó a Sierra Chica, a 340 kilómetros de Buenos Aires, con 800 soldados listos para enfrentar a los guerreros del cacique Calfucurá, dueño y señor de esas pampas que el gobierno porteño codiciaba.
Al inicio, la batalla pareció inclinarse a favor de Mitre: sus hombres avanzaron por los flancos y causaron bajas entre los indígenas. Pero los combatientes de Calfucurá lograron reagruparse y lanzaron un feroz contraataque de caballería. La pelea fue breve, sangrienta y decisiva. La destreza ecuestre y el coraje de los nativos definieron el combate.
Mitre, acorralado y en riesgo de perder la vida, huyó a pie y se escondió entre la vegetación con un puñado de soldados. Pasó un día entero bajo el acecho constante de los mapuches hasta que, llegada la noche, escapó en silencio dejando atrás 16 muertos, caballos, armas y la marca de una derrota inapelable. “Nos retiramos desde el primer jefe hasta el último soldado, observando el mayor orden y silencio”, escribió quien luego sería presidente de la Nación.
La victoria de Calfucurá en Sierra Chica no fue un hecho aislado. Fue la prueba del talento militar de un líder que transformó la historia de las pampas.
Guerrero, conductor político y diplomático, pero también adivino y sabio, Calfucurá encabezó durante casi cuatro décadas la mayor confederación indígena de la historia argentina, forjando alianzas con figuras como Juan Manuel de Rosas, Justo José de Urquiza y Domingo Faustino Sarmiento.
Sin embargo, su papel decisivo quedó relegado al olvido por la narrativa oficial, que invisibilizó al cacique que supo ser uno de los grandes protagonistas del siglo XIX.
Los orígenes de un líder
Calfucurá nació hacia 1790 en una comunidad mapuche cercana al volcán Llaima, en el actual territorio de Chile. Su nombre, heredado de un tío, significa Piedra Azul en mapudungun. Su padre, Guentecurá, fue un cacique destacado que colaboró como baqueano en la campaña libertadora de José de San Martín en 1817.
Desde joven, Calfucurá se distinguió no solo por su destreza en la guerra, sino también por su don para la adivinación. A esas cualidades sumó una aguda inteligencia y un talento natural para la diplomacia, que le permitió acompañar a su padre en parlamentos con otras comunidades y con emisarios de los gobiernos criollos.
Era de alta estatura, hombros anchos, ojos pequeños y usaba una larga cabellera. No existen fotografías de él, solo ilustraciones y dibujos realizados muchos años después.
¿Cómo aquel joven nacido en el lado occidental de los Andes llegó a convertirse en el gran cacique de las pampas?
El prestigio que había ganado lo llevó a cruzar la cordillera. El primer registro de Calfucurá en territorio argentino se remonta a 1831. Pero fue en 1834 cuando dio el paso decisivo. Con un grupo de guerreros sorprendió y derrotó a los indígenas boroganos en las Salinas Grandes, a 500 kilómetros de Buenos Aires. El combate, recordado como la batalla de Masallé, fue corto y sangriento: los principales líderes boroganos fueron asesinados y el territorio quedó en manos de Calfucurá.
Algunos hablan de una venganza, pues los boroganos habían matado a un aliado suyo. Otros creen que actuó con el aval de Rosas. En una carta de 1864 a Bartolomé Mitre, Calfucurá escribió: “Yo no soy de este campo, pues bajé cuando el gobernador Rosas me mandó llamar”.
La batalla de Masallé fue el inicio de su hegemonía: Calfucurá dejó de ser solo un guerrero para convertirse en un estratega capaz de reorganizar territorios, sellar pactos y condicionar la política de un Estado en formación.
El constructor de una gran confederación indígena
Calfucurá instaló sus tolderías en un paraje llamado Carhué, “lugar verde” en mapudungun, ubicado a orillas de la laguna de Epecuén. Desde allí comenzó a construir un verdadero poder territorial. Con la fuerza de sus guerreros y su talento para negociar, controló en poco tiempo la producción y el comercio de la sal, además del lucrativo negocio del ganado. Nada se movía entre la cordillera y el valle sin pasar bajo su supervisión.
Su ascenso trascendió el comercio: construyó una extensa red de alianzas políticas y vínculos familiares que consolidaron su liderazgo. Como parte de esa estrategia, casó a una sobrina con un nieto del influyente cacique ranquel Yanquetruz. Con el tiempo, los Catriel, los ranqueles, los manzaneros, los pehuenches e incluso los grupos de su hermano Reuquecurá, que operaban al otro lado de los Andes, fueron incorporándose a la confederación indígena.
El imperio que forjó abarcaba toda la provincia de La Pampa, el oeste bonaerense, el este de Neuquén y el norte de Río Negro. Cada comunidad mantenía su autonomía, pero en las decisiones trascendentes —desde negociar raciones con Buenos Aires hasta organizar un malón—reconocían la autoridad de Calfucurá. Su capacidad de convocatoria era asombrosa: en cuestión de días podía reunir miles de lanzas listas para atacar en la frontera o defender sus territorios.
Su poder no se fundaba solo en la guerra. También emanaba de lo espiritual. Decía poseer dones sobrenaturales que le permitían anticipar el futuro. Su autoridad se sostenía en una piedra azul que, según la tradición oral de los mapuches, había encontrado en su juventud y que le confería visión y poder. Esa piedra azul no solo le dio nombre, sino también la legitimidad de un liderazgo sagrado.
Juan Manuel de Rosas fue el primero en reconocer la magnitud de ese poder. Gobernador de Buenos Aires entre 1835 y 1852, le propuso un pacto: entregarle raciones periódicas a cambio de mantener la paz en la frontera. Calfucurá aceptó, aunque dejó en claro una condición innegociable: las tierras eran de su pueblo y no se entregarían jamás.
Santiago Avendaño, un criollo que vivió largo tiempo en sus tolderías, dijo sobre él:
“El nuevo caudillo hizo varias cruzadas y todas resultaron exitosas, llevando un acompañamiento cada vez más crecido. Para los acompañantes, Calfucurá no era más que un mozo emprendedor, ágil y ansioso de viajes. Pero él había concebido ya un proyecto que no estaba ni remotamente al alcance de los otros”.
El tiempo de las grandes batallas
Tras la caída de Rosas en 1852, Calfucurá supo leer el nuevo escenario político y selló una alianza con el líder emergente, Justo José de Urquiza. Pero la separación de Buenos Aires del resto de la Confederación argentina, un año después, encendió un conflicto que lo enfrentaría directamente con la ciudad-puerto y sus ejércitos.
Fue entonces cuando su poder alcanzó el mayor apogeo. Las crónicas militares dan cuenta de múltiples enfrentamientos y malones en los que puso en jaque a las fuerzas porteñas.
En 1861, la victoria de Mitre sobre Urquiza en Pavón unificó al país bajo el dominio de Buenos Aires y dio inicio a un proyecto de expansión territorial del Estado argentino cada vez más agresivo. Escenario que se profundizó en 1867 con la sanción de la ley 215 que ordenaba la ocupación militar de los territorios ubicados a las riberas de los ríos Negro y Neuquén.
Calfucurá se vio obligado a resistir en un escenario cada vez más desfavorable.
“No entregar Carhué al huinca”
El 8 de marzo de 1872 tuvo lugar en San Carlos una de las batallas más grandes de nuestra historia.Las fuerzas de Calfucurá se enfrentaron a las del general Ignacio Rivas, enviado del presidente Sarmiento. El ejército porteño contaba entre sus filas con los guerreros de Catriel y Coliqueo, antiguos aliados de Calfucurá que ahora lo enfrentaban.
Fue una contienda cruenta, con embates de caballería de ambos bandos y combates cuerpo a cuerpo. La superioridad armamentística inclinó la balanza a favor de los porteños, que derrotaron al gran cacique y causaron más de 200 muertos entre sus hombres.
Fue la primera y única derrota de Calfucurá, y también la última batalla que libró: luego de San Carlos se refugió en sus tolderías y no volvió a salir. En enero de 1873, le escribió a Sarmiento:
“Nada sacamos matándonos unos a otros. Es mejor que vivamos como hermanos en una misma tierra. Pido a Usía que lo piense lo mismo, que Usía nada saca si nos hacen la guerra. Nosotros que somos los dueños de esta América; no es justo que nos dejen sin campo”.
Su liderazgo, sin embargo, se debilitaba. Anciano y enfermo, convocó a su hijo y sucesor, Manuel Namuncurá, y le dejó un último mandato: “no entregar Carhué al huinca”, es decir, no permitir que los blancos se apropiaran de sus tierras. Su deseo no se cumplió, porque unos años después Julio A. Roca ocuparía por la fuerza todos los territorios indígenas en la llamada “Conquista del Desierto”.
Calfucurá falleció el 4 de junio de 1873. Seis meses después, el coronel Nicolás Levalle profanó su tumba y los restos terminaron en manos del coleccionista Estanislao Zeballos, que los entregó al Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Durante décadas estuvieron exhibidos como si fueran simples objetos y piezas de colección, y no los restos de un líder político y espiritual. Hoy permanecen guardados en los depósitos del museo, a la espera de ser restituidos a la comunidad mapuche.
La vida de Calfucurá no puede reducirse a las crónicas militares ni a la mirada sesgada de la historia oficial. Fue un estratega político, un conductor de pueblos y un protagonista decisivo en la construcción de la Argentina del siglo XIX.
Su figura merece ser recordada no solo como símbolo de resistencia indígena, sino también como un héroe nacional olvidado, cuya historia forma parte constitutiva de nuestra identidad y de la nación que habitamos.
*Autor de «Mitos, Leyendas y Verdades de la Argentina indígena».