Nacionales

Lágrimas, dolor y toda la intimidad del regreso de los familiares de caídos en la guerra de Malvinas al cementerio de Darwin

Clarín participó del vuelo humanitario que volvió a conectar a la Argentina con las islas, el primero desde la pandemia. Organizado por la empresa Aeropuertos Argentina, fue el tercero de este tipo. Crónica de un viaje único.

¿Cómo se abraza una tumba? Son las 8:42 de la mañana y en el cementerio de Darwin, en las Islas Malvinas, el frío hace que las gotas de lluvia se congelen en granizo. Faltan minutos para que lleguen los familiares de los caídos en la guerra, cuyos restos yacen enterrados en esta colina, al pie de un imponente cenotafio, bajo el manto de la Virgen de Luján. Lo que va a suceder es difícil de describir con palabras. Decir que es emocionante sería un lugar común.

Esto es otra cosa.

Es un reencuentro, para algunos el primero después de 42 años de dolor. También es una despedida, varios padres y madres de soldados tienen entre 85 y 95 años, y saben que hoy dirán adiós hasta reencontrarse, más temprano que tarde, del otro lado de la vida, para quienes son creyentes. Y también es un sueño cumplido para los nietos y sobrinos que en este helado, gris y horrible despertar del miércoles 4 de diciembre conocerán al familiar del que tanto les hablaron desde pequeños, el héroe que dio la vida por defensa a la Patria.

Malvinas es, para todos ellos, un sentimiento diferente al que puede tener otro argentino. Es dolor. Es lágrimas que no secan. Es orgullo. Es esa pérdida insufrible. Es la risa de ese hermano que tanto extrañan. O la presencia de ese hijo que ya no está ahí para besar. Son las cartas a mano que todos tienen guardadas, escritas entre balas, bombas y muertes, que leen para nunca olvidar. Es su pasado y presente. También su futuro. Y es, yendo a lo carnal, sentir el frío que sintieron ellos, aunque sea por algunas horas.

Malvinas es ese shock térmico de seis grados bajo cero de sensación con el que sus cuerpos pelean a medida que el viento rompe en su cara y achina sus ojos, mientras bajan de los micros que los transportaron de la base militar de Mount Pleasant, donde un rato antes aterrizó el avión que los trajo a las islas.

El viaje humanitario a Darwin

A la 1:30 de la mañana, en Ezeiza, el vuelo humanitario O4 680 de Andes está casi repleto. Charteado por Aeropuertos Argentina, la empresa de Eduardo Eurnekián que desde 2003 se puso al frente de la construcción y manutención del cementerio argentino en Darwin y también organizar y solventar los viajes para llevar familiares a las islas, el itinerario marca que dentro de 3 horas aterrizará en Río Gallegos para cargar combustible por un lapso de 40 minutos y luego despegará rumbo a Malvinas, destino final.

La travesía es larga, pero este es apenas el último tramo de un trabajo de logística enorme que comenzó meses antes, en octubre, cuando la puerta para volver a pisar suelo malvinense se abrió tras gestiones con la embajada británica y el gobierno de los isleños. Este es el tercer vuelo de este tipo que organiza la Corporación América con el Centro de Familiares de Caídos en la guerra de Malvinas. Hubo uno en 2018, otro en 2019, pero allí la pandemia truncó por algunos años el deseo de volver a pisar ese suelo.

Recorrer el pasillo en busca de un asiento libre es reconocer en cada cara una historia. En las primeras filas están los 26 hombres y mujeres de más de 85 años que fueron la prioridad para armar la lista de pasajeros para llenar este Boeing 737-7800 matrícula LV-HKS. Son los padres que van a ver a sus hijos, quizás por última vez.

Más atrás, hermanos y hermanas de caídos, hijos de los soldados, nietos de abuelos que nunca los tuvieron en brazos. Algunos cierran los ojos para intentar dormir y despertar ya en las islas. Es tarde y muchos llegaron a Buenos Aires, al hotel Presidente, en Microcentro, donde se alojaron los familiares, apenas horas antes, después de un periplo extenso desde diferentes provincias.

Hay nervios, tensión, ansiedad y quienes buscan matizar la espera con selfies y chistes. “Dale, sentate que por tu culpa no vamos a despegar”, le dicen a uno de los familiares que sigue parado recorriendo los pasillos, ultimando detalles, antes de emprender viaje. El avión carretea por la pista de vuelos privados de Ezeiza y a las 1.56 comienza la travesía.

Seis horas después, los familiares de los caídos ya están en las islas. “Respiramos aire de Malvinas”, celebra uno, inflando el pecho. Hay aplausos, alegría y angustia. Intentan mirar por las ventanas del avión, que están congeladas. Afuera llueve y los recibe el hosco aeropuerto militar de Mount Pleasant, una mole de color verde militar en la que no está permitido sacar fotos ni grabar video.

La imagen de esa gigantesca pista en la que rara vez aterrizan aviones deberá quedar guardada en sus retinas solamente, lo mismo que un imponente hangar que se levanta al lado de la pequeña terminal y el avión gris de la Royal Air Force británica.

Viajar es hacer filas y esta ocasión no es la excepción. Lentamente, de a uno, los 144 familiares van avanzando en la base militar, pasaporte en mano, esperando el sellado que permita, finalmente, salir de ahí. “Visitor permit. Entry permitted for: one day”, dice el sello que desde hoy quedará fijado en la documentación de todos, con la firma “Inmigration Falkland Islands”, el escudo del gobierno local con una oveja de insignia y el lema “Desire the Right”, un homenaje al barco llamado Deseo que avistó las islas en 1592.

Un folleto de bienvenida para los visitantes, escrito en perfecto castellano, marca desde el minuto cero la principal norma a cumplir durante la estadía. Dice : “El respeto. El conflicto de 1982 dejó a nuestra tierra marcada con campos de batalla y recuerdos imborrables, en el caso de los que vivieron. Por lo tanto, le solicitamos se respete los sentimientos de los isleños, de la misma forma que respetaremos los suyos”.

El ondear o mostrar banderas o pancartas argentinas, o el usar uniformes militares argentinos podría causar preocupación o aflicción, y podría ser enjuiciado. También podría ser arrestado o llevado a juicio si muestra mensajes políticos en banderas o carteles, o interpreta canciones políticas”, es la advertencia.

El paisaje del camino a Darwin es tan patagónico que duele. Una estepa agreste, desértica, cuya paleta de colores va del marrón al verde, pastos duros, donde solo los coirones se mueven al compás del viento y a lo lejos se levantan cerros bajos, plagados de roca, glaciares de piedra, como se los conoce, y montes nevados, que décadas atrás fueron escenario de la guerra.

Dos liebres corretean jugando entre ellas e intentan seguir la combi que maneja Edson, un chofer chileno, pero enseguida se pierden entre los pastizales. Las ovejas se repiten a la vera del camino de ripio. Ellas -logo kelper- conforman, junto con la pesca, las principales industrias de la economía isleña. El cielo sigue gris y la lluvia es fuerte, pero de repente a pocos metros del cementerio de Darwin, un arcoíris sorprende a todos. Esa nota de color es para algunos una señal, un mimo inexplicable que surca el firmamento, la sonrisa de sus seres queridos que están más allá.

Cruces, abrazos, lágrimas y silencio

Faltan algunos minutos para que llegue la mayoría de los familiares, pero algunos integrantes de la Comisión, a cargo de todo el trajín, ya recorren el cementerio. Es el caso de Eduardo Behrendt, vicepresidente del cuerpo a cargo de la presidencia, cuyo hermano Edgardo, murió en el hundimiento del ARA General Belgrano. De traje negro, con una corbata que tiene la figura de las islas, él recorre con la mirada los apellidos del cenotafio, ordenados alfabéticamente, sin orden de rango ni jerarquía. “Los héroes son todos, no hacemos distinciones”, explican.

Su hermano, que le llevaba 18 meses y al que apodaban “Nonin”, no tiene una cruz en Darwin, sus restos, como el de todos los que murieron en el hundimiento del Belgrano, descansan en lo profundo del Mar Argentino. Por esa razón, al encontrarlo en las placas de mármol negro que despliegan como brazos de una cruz gigante frente al sector C del panteón, se abraza a ella y llora.

Santiago Martella es periodista de TN y forma parte de la Comisión de Familiares. Su padre, el Teniente Luis Carlos Martella, murió en las islas la noche del 11 de junio de 1982, en un ataque inglés a la Compañía C del Regimiento de Infantería 4 en el Monte Dos Hermanas, en cumplimiento del deber. Su accionar retardó el avance enemigo y salvó vidas, dando la suya. Es el cuarto viaje de Santiago a Darwin. En su doble rol de familiar y periodista, le espera un trabajo arduo cuando arriben todos, pero antes, junto a su madre, Marta Inés, tiene unos minutos en los que ambos se funden en uno frente a la cruz de su papá.

Camina observando que todo esté en orden Roberto Curilovic, héroe de la Guerra de Malvinas, que tenía 32 años cuando como piloto de la Armada destruyó el Atlantic Conveyor, uno de los hitos del combate. Hoy es Gerente de Desarrollo de Negocios y Programas Internacionales de Aeropuertos y el principal encargado de la logística de los viajes humanitarios.

Roberto es una suerte de “Canciller” del viaje, que escruta cada centímetro de las obras de refacción que se hicieron en el cementerio, tras algunos daños que provocaron las inclemencias del clima hostil, y también el que, aunque sea incómodo, debe pedir que no se apoyen banderas argentinas tocando la tierra, algo prohibido.

Solo una persona conoce mejor el cementerio de Darwin que Roberto: es Geoffrey Cardozo, el excoronel británico que también tenía 32 años cuando llegó a Malvinas, tres días después del cese del fuego con una misión que parecía imposible: identificar los cuerpos de los soldados argentinos esparcidos en las islas, identificarlos y enterrarlos. Fue, en pocas palabras, el arquitecto de ese espacio en el que hoy descansan los restos de 238 soldados de los 649 caídos argentinos.

Vestido como un farmer británico, con su infaltable boina, abraza a los familiares, les dan contención y presta su hombro para que lloren; es uno más de toda la comitiva, un héroe argentino nacido en Inglaterra, por su contribución a la causa Malvinas.

Llega el momento esperado. Minutos después de las 9, llega la mayoría de los familiares de los caídos a reencontrarse con ellos en Darwin. A cuentagotas descienden de los micros que los vienen trayendo del aeropuerto militar y apenas ponen un pie en el suelo una mezcla de sentimientos los embargan. Lloran, pero avanzan. No importa la lluvia, ni el viento, ni el frío. Se toman de la mano, se dan fuerzas y avanzan en un camino de tierra, musgo y piedra.

El cementerio los espera. Las cruces, con un rosario blanco colgando de cada una, aguardan esa visita. Unos se abrazan fuerte a ellas, otros se arrodillan en silencio. Les hablan, los lloran. lloramos todos. Desde lejos puede verse cómo esa marea de cuerpos ataviados con gorros, bufandas, camperas y mantas van, uno a uno, agachándose, fundiéndose con sus muertos, dejándose llevar por el silencio.

El lecho de piedritas que rodea cada nombre presiona sobre sus rodillas, pero eso no importa. Es el reencuentro tan esperado, un sueño que desbarata cualquier idea previa.

Cómo abrazar una tumba

Máximo tiene 19 años, es de Salta, y vino a conocer a su abuelo, el Cabo Primero Víctor Samuel Guerrero, por primera vez. Sabe la historia de memoria, desde que tiene 7 años la escucha en boca de su abuela, Gloria: que era uno de los héroes del Escuadrón Alacrán, de Gendarmería, y que murió cuando el 30 de mayo de 1982, cuando un misil inglés derribó el helicóptero en el que viajaba junto a otros integrantes de esa fuerza.

Había pensado un discurso para decirle, lo tenía en la cabeza, pero cuando llegué me quedé sin palabras, preferí que hable el silencio”, le dice a Clarín. Lleno de tatuajes hasta en las manos, optó por acostarse junto a la cruz de su abuelo y mirar juntos el cielo.

Gloria, la abuela de Máximo, tiene 67 años, y recuerda cada instante, cada hecho, de aquel fin de mayo del 82 que marcó su vida para siempre. Casada con Víctor desde hacía 3 años, estaba embarazada de 7 meses, del papá de Máximo, y vivían en El Calafate, porque él era parte del Escuadrón 42 de esa ciudad. Lo llamaron para ir a la guerra y él no lo dudó: era su deber.

Aunque varios compañeros se ofrecieron para reemplazarlo, porque tenía una hija pequeña y otro bebé a punto de nacer. “Cuidá a tu señora y a la nena”, le dijeron, pero no hubo caso. “Estoy orgullosa de haber podido traer a mi nieto a las islas, siento una mezcla de orgullo y dolor”, se suelta.

“Ahora quiero que venga mi otro nieto, que no pudo porque es menor”, explica y dice que no tiene nada que reprocharle a su marido: “Cuando uno se casa con un gendarme sabe cómo es”, marca con naturalidad. Sus dos hijos, el papá de Máximo y su hermana, siguieron los pasos de su padre y son gendarmes.

Walter Blas está parado frente a la tumba de su padre, a la que acaba de ponerle un poncho rojo. A pesar de la temperatura helada, está con una camiseta de fútbol, la de Juventud Antoniana, el club de sus amores y del que lo hizo hincha su papá, antes de morir en la guerra.

“Le traigo siempre el poncho salteño a mi papá, nosotros somos así, orgullosos de nuestra tierra, de Salta, la vez pasada la había traído. Traje la camiseta de Juventud para que se sienta más cerca de nosotros, de nuestra tierra, de Salta”, detalla. «Es un día difícil porque vengo a este lugar y trato de que me dé fuerza y terminó más bajón que otra cosa, pero bueno, es un día muy lindo».

Su papá fue Oscar Humberto Blas, era sargento ayudante post mortem del Ejército, pertenecía a la compañía de comando 602, que llegó un 26 de mayo a Malvinas, cuando se organizó al mando de Aldo Rico y el 30 de mayo en el Monte Kent, durante una incursión, muere al enfrentarse contra tropas inglesas para permitir el repliegue de sus compañeros, por lo que recibió una medalla al valor en combate. El suyo es uno de los cuerpos que Geoffrey Cardozo pudo encontrar e identificar, recién en mayo del 83.

«Volver siempre es diferente: en el 91 vine como hijo, de 10 años, sin saber mucho pero sabiendo quién era mi papá y buscarlo y encontrarlo fue muy duro. Volver en 2018 [el primer vuelo humanitario fue ese año] ya como padre de familia y reencontrarme con él y saber que estaba ahí, mostrarle la foto de mi familia, de nieto, de mis hermanos, de toda la familia que tenemos, fue muy especial después de 35 años saber que estaba ahí como siempre”, explica y dice que vino también a despedirse por un largo tiempo. «Para que la próxima vez viajen mis hijos, su nieto, y que lo conozca”, agrega.

Cada historia es un mundo. Están los que toman mate, los que dejan remeras, arreglos florales, y los que cuelgan carteles que esperan volver a encontrar a su regreso. Es el caso de los familiares de Héctor Ramón Bordón, fanático de San Lorenzo, al que le dejaron un cartel con un cuervo y el escudo del club de sus amores. “Te amamos y siempre te vamos a recordar, tus hermanos, sobrinos y sobrinos nietos”.

A medida que avanzan las horas, muchos familiares se refugian en una carpa verde que instalaron los ingleses para recibirlos. Hay café caliente y agua. Allí se resguardan de las inclemencias los más grandes y hasta entablan conversaciones con personal del ejército que fue a trabajar al lugar.

Olga Suárez, viuda del suboficial artillero Juan Alberto Gómez, fallecido del crucero General Belgrano, está feliz de haber podido venir. Es su primera vez en el cementerio. Intenta enseñarles español a dos jóvenes que no llegan a los 25 años, llegados hace pocos meses a trabajar en las islas, a los que el conflicto bélico les parece algo muy lejano.

Otro momento descontracturante se produce cuando la tripulación del vuelo pisó el cementerio. Los familiares pasajeros reconocen a las azafatas y les agradecen por venir a acompañarlos. Ellas se muestran conmovidas. “Chicas, ahora nosotros somos los que les vamos a servir café, vengan a la carpa”, las invitan. La comunión es total.

Así, entre charlas, abrazos, rezos, silencios y frío, las horas se consumen y el padre Pedro Cannavó lucha contra el viento para poder ponerse su sotana para dar un breve servicio. Los familiares le piden que bendiga los regalos que van a dejar en las tumbas. Parado frente a la gran cruz blanca que sobresale entre los nombres de los caídos, habla del amor al prójimo y de dar la “vida por los amigos”. Los familiares dejan una corona hecha de venecitas.

Todo cierra con un minuto de silencio y una foto final. Es tiempo de volver a la base militar que, por cuestiones de seguridad, pidió a todos estar tres horas antes de la partida para un proceso de revisión riguroso de los equipajes de todos.

Fuente: Clarín / AGP
Editor: EM