A 10 años del crimen de Ángeles Rawson: los estremecedores detalles de la muerte de una adolescente que conmovió al país
Sensible como pocas y ferviente defensora de las causas justas, la adolescente, abanderada y mejor promedio del Instituto Virgen del Valle, amaba los comics japoneses, su grupo de amigos de cosplay y el rock. Soñaba con un futuro que no pudo ser porque el portero de su edificio donde vivía en Palermo, Jorge Mangeri intentó violarla y terminó matándola. Esta es la historia de su vida y de su muerte.
Había logrado el mejor promedio del cuarto año del Instituto Virgen del Valle de Colegiales y eso la tenía feliz, exultante, llena de vida… Se destacaba por sobre todo como defensora de las causas justas. Por eso posteó en su Facebook cuando supo del cruel asesinato de Candela Rodríguez en Villa Tesei: “Señores políticos, no queremos más Candelas”, redactó demostrando su compromiso y dolor. La niña de once años había sido secuestrada el 22 de agosto de 2011 y su cadáver apareció nueve días más tarde dentro de una bolsa negra. A Ángeles Rawson, que apenas tenía 14, la conmocionó.
El mismo tipo de bolsa negra donde la introdujo sin vida dos años después -más precisamente el 10 de junio de 2013-, a ella que había cumplido los 16 años y empezaba a soñar con su futuro, nada menos que el encargado del edificio de Ravignani 2360, Jorge Mangeri, donde vivía junto a su familia en el departamento A de la planta baja, luego de intentar violarla abusando de su confianza. Perverso objetivo que no pudo concretar porque la joven se resistió al ataque defendiendo su integridad y dignidad, hecho que nubló aún más la mente del asesino que le oprimió el cuello hasta matarla.
La última vez que se la había visto fue a través de las cámaras de seguridad de la calle, a las 9.50 horas de la mañana de ese 10 de junio ingresando a su edificio. Luego no se supo más. Así, la joven que amaba el animé, los comics japoneses, la cultura popular de ese país, tenía a su grupo de amigos de “cosplay”, se vestía así para determinados encuentros u ocasiones, apasionada por el rock, que escuchaba al rapero Eminem, a Evanescence y a Linkin Park, se encontró en su propia casa con la muerte.
Su familia y seres queridos solían definirla con distintas palabras que representan lo orgullosos que se sienten de ella: “Responsable, divina, contenedora, compinche, estudiosa, alegre, dulce, bella, valiente, encantadora, exquisita, enérgica, compañera, patriota, reservada, confidente, compinche, única… Todas esas cualidades se las arrancó para siempre Mangeri porque no pudo lograr ultrajarla como pretendía. Pero aunque intentó disimular que se había convertido en un homicida, no pudo. Ya que dejó su impronta asesina, o mejor dicho sus restos genéticos debajo de las uñas de los dedos índice, anular y mayor de la mano derecha de la víctima, que, valiente, dio pelea hasta que se lo permitieron sus fuerzas.
Mangeri, acorralado por sus pensamientos y miserias, ató el cuerpo con distintas sogas sobre sus muñecas, tobillos y cuello, le colocó una bolsa de nylon con la inscripción “DÍA %” en su cabeza y otra en sus pies, y lo terminó arrojando en un contenedor. El cadáver fue descubierto de forma bastante azarosa en el CEAMSE de José León Suárez por uno de los empleados que en ese momento se encontraba en una de las cintas de selección de residuos. De otra manera el portero hubiese logrado su objetivo de quedar impune.
Como ocurre en estos casos, los primeros en declarar como testigos fueron aquellos que compartían la vivienda donde habitaba la familia. Su mamá, Jimena Adúriz, su pareja, Sergio Opatowski (Jimena se había separado hace años del papá de Ángeles, Franklin Rawson), sus hermanos, hasta que el ojo de la justicia se posó sobre Mangeri, el portero, que, al saberse culpable, armó una historia en su cabeza y la contó como se le ocurrió. Dijo que había estado enfermo y acompañó certificados médicos, que camino a la casa de un amigo también encargado se le acercó un auto VW Polo negro con policías que lo amenazaron, le exigieron que se hiciera cargo del crimen y lo torturaron dejándole moretones, rasguños y quemaduras, principalmente en su abdomen.
Era ya casi la medianoche del 14 de junio y Mangeri transpiraba como nunca lo había hecho en su vida pese a medir 1.80 metros y pesar más de 100 kilos mientras transcurría su declaración testimonial. Vale recordar que debieron trasladarlo a través de la fuerza pública, debido a que con las excusas comentadas no había concurrido a las citaciones previas.
Como insistía con que las lesiones se las habían infringido los uniformados la fiscal del caso, María Paula Asaro, ordenó que lo revisaran médicos de la División Medicina Legal de la Policía Federal, quienes opinaron que los cortes se los podría haber causado él mismo, o quizá la propia víctima al defenderse. Cuando el encargado se dio cuenta hasta donde había llegado, confesó: “Soy el responsable de lo de Ravignani 2360; fui yo. Mi señora no tuvo nada que ver en el hecho”. Quiso seguir avanzando con su testimonio, pero la funcionaria se lo impidió porque se estaba autoincriminando. La verdad comenzaba a salir a la luz.
“Cuando llegó a la fiscalía sentí que veía una cara amiga. “Hooola Jooorge”, le dije con cariño y no si le di un beso y todo”, cuenta Jimena Adúriz con dolor de madre a flor de piel. Y amplía: “Fue tremendo encontrarlo. Sabés las veces que le pedí que le abriera la puerta a mis hijos porque habían perdido u olvidado la llave, porque él tenía la de nuestro departamento. Convivimos once años con el asesino y no nos dimos cuenta, increíble”, destaca.
Jimena revela a Infobae que los detalles de la llegada de su hija al departamento aquella mañana del 10 de junio cuando regresa de la clase de educación física pudo observarla solo una vez: “Es que no lo podía creer y me terminé descomponiendo. Te comento algo que poco se sabe. Esa jornada era larga. Ella salía de sus clases de inglés cerca de las nueve y cuarto de la noche. Como tardaba y no contestaba su teléfono, entre otras personas llamé a Mangeri para saber si la había visto. Me atendió, oí lo que se llama una fritura en la línea y se cortó la comunicación. En ese momento lamentablemente no pensé mal. Después analizando un poco y con las pruebas a la vista me convencí de que la debe haber esperado en el edificio, le habló de las expensas o algo que tenía para darme, subió hasta el octavo donde estaba su vivienda y ahí la violentó”.
Un cronista pudo entrevistar en el departamento del que habla la mamá de Ángeles a Diana Saettone, la esposa de Mangeri, que lo recibió en un pequeño living de tres por tres decorado con adornitos en todas las paredes y lugares. Su mirada iba y venía, escudriñando cada rincón, pensando que en tal o cual silla o sillón podría haber estado Ángeles hasta que su marido había decidido ahorcarla. Ella tenía colocado un cuello ortopédico y estaba atravesando un complicado problema oncológico. Contestaba las preguntas, decía que su marido, era inocente, incapaz de hacer algo semejante, que prefería morir antes de verlo preso… Hablaba de su infancia pobre, mencionó que de niño le decían ‘el inglés’ porque no le gustaba tomar mate, pero sí el té de la tarde con galletitas dulces. La escuchaba, la vista del periodista seguía yendo de aquí para allá, tratando de encontrar algún detalle que aportara claridad a la confusión.
El mismo periodista tuvo la oportunidad de recorrer el sótano junto a su abogado el doctor Miguel Ángel Pierri, lugar donde también se especuló que la podía haber sometido, aunque luego la justicia determinó en la sentencia que el hecho ocurrió en el departamento más allá de que no apareció allí ADN de Jorge Mangeri. “No tengo dudas de que la atacó y la mató en su departamento después de cerrar la puerta. Porque así no se oye nada. Para colmo la vecina del séptimo tenía el lavarropas funcionando. Por lo que pudo saberse en la autopsia, lo hizo todo muy rápido, no tardó más de diez minutos. Para mí fue en su casa; mi hija no lo hubiese acompañado al sótano y él lo sabía. Abusó también de su inocencia”, asegura su madre.
Ahora Jimena prefiere hablar de un recuerdo que la mantiene feliz: el último obsequio para el Día de la madre que recibió de manos de Ángeles en 2012. El libro “Un regalo para mi madre”, de Lidia Maria Riba, donde la autora relata “todo lo que en silencio pensamos y sentimos los hijos”.
Y toma muy fuerte con sus dos manos la carta que ella le entregó luego de abrazarla hasta el cansancio. Que dice: “Mami, porque me has hecho sentir que ninguna meta que me proponga alcanzar es imposible. Y porque realmente lo creés. Tu fe en mí ha sido el mejor curso de superación personal. Tantas son las vocaciones ocultas de una madre: es la enfermera que no retrocede ante la sangre de ninguna herida; el médico que adivina si ese dolor presagia una enfermedad o una tarea difícil en el colegio, el mejor abogado para defendernos de maestros y entrenadores ciegos a nuestra excelencia; la psicóloga que calma nuestros miedos; el veterinario que cura a nuestra mascota y se ocupa de ella; y también el filósofo que nos explica los eternos enigmas de la vida”.
Le decían Mumi porque le encantaban los caramelos Mumú, “los de la vaquita”, que muchos conocimos. Y se los pedía con desesperación a su mamá haciendo trompita con sus labios. Amaba a sus hermanos, Jerónimo y Juan Cruz, y por supuesto a Axel, el hijo de Sergio Opatowski, pareja de su mamá, y con quien Jimena lleva ya treinta años de amor y compañerismo. Era la mimada de la casa como no podía ser de otra manera como hija mujer, aunque quienes la quieren cuentan entre sonrisas que solía despertarse no del mejor humor, con la cabellera revuelta, pero que con el correr de las horas y un rico desayuno pasaba a ser la más simpática y contenedora de la familia.
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Sus íntimos le veían cualidades para ser psicóloga o psiquiatra, pero no pudo porque cayó en manos de un femicida
De carácter fuerte pero amorosa, le encantaba hablar y saber de política. Admiraba a Manuel Belgrano: “En su colegio quedó grabada una presentación que hizo sobre él que conmovió y emocionó a todos. Y como no podía ser de otra forma a mí incluida, como de costumbre”, rememora Jimena, orgullosa de su hija.
Sus íntimos la veían con condiciones para ser psicóloga o psiquiatra. No pudo porque se lo impidió un asesino que fue condenado a prisión perpetua como autor penalmente responsable por el delito de “femicidio, en concurso ideal con los delitos de abuso sexual y homicidio agravado por su comisión críminis causa, estos últimos en concurso material entre sí”.
Hoy Ángeles descansa en el cementerio Jardín de Paz junto a su abuelo y tío materno. Desde 2017 una placa le rinde homenaje en la plaza del Jacarandá, ubicada en Santa Fe y Carranza, donde solía jugar de niña. “Honramos la memoria de Ángeles y de todas las mujeres víctimas de crímenes atroces contra su dignidad, su libertad, su integridad física, moral y sexual y su vida”, reza en honor a su memoria.
Fuente Infobae / AGP