Borges y Cortázar, aquella entrañable complicidad literaria
Contaba Borges que hacia fines de la década del cuarenta, cuando era director de la revista Los Anales de Buenos Aires (“Cuyo nombre prefiero olvidar porque me parece un poco obsceno”, bromeaba con su humor habitual, la revista de la mecenas doña Sarah de Ortíz Basualdo), lo visitó un joven de elevada estatura y cara aniñada que, con timidez, le dejó un cuento para que considerara la posibilidad de publicarlo.
Borges le propuso que regresara en un par de semanas, pero el ansioso autor no pudo aguantar tanto tiempo y se presentó mucho antes. Él le dijo entonces que tenía dos noticias para darle y que las dos eran buenas: la primera que el cuento le había gustado y sería publicado; y la segunda que iba a ser ilustrado por su hermana Norah. Se trataba de “Casa tomada”, uno de los enigmáticos textos más celebrados de Julio Cortázar, que luego encabezaría el volumen de Bestiario.
La anécdota confirma la agudeza del Borges “lector”, para descubrir en un texto la calidad literaria de otros escritores. Con felicidad pudo leer Cortázar por primera vez en letras de molde un cuento suyo, cuyo argumento es la ocupación gradual de una casa habitada por dos hermanos que son misteriosamente expulsados por una invisible presencia. Esa brillante percepción del lector Borges se comprueba en una selección de textos de sus autores preferidos, que seleccionó bajo el título los Prólogos para una colección de Hyspamérica Ediciones publicada en 1985, teniendo yo el gusto de que me fueran dictados durante los años que colaboré con él. El propósito era lanzar 100 libros seleccionados por él, y antecedidos por un texto explicativo sobre su propia opinión de cada autor. No llegaron a ser tantos los volúmenes y sólo se publicaron 66, pero allí fueron incluidos clásicos como Fray Luis de León y Quevedo, Flaubert y Dostoieski, junto a contemporáneos como Graves y Phillpotts, Rulfo y Arreola, y Cortázar, por supuesto.
Como esos hermanos de “Casa tomada”, la mayoría de los personajes de las fábulas de Cortázar son deliberadamente simples y desconcertantes. Están dominados por una rutina de casuales amores o de vulgares discordias familiares y se mueven en salones de baile al ritmo de tangos, fumando marcas de afamados cigarrillos, viajando en ómnibus entre recelosos pasajeros, en antesalas de hospitales, en rincones con olor a humedad o sórdidas terminales de trenes y resignados a una existencia ingenua e inquietante; son superficiales y leen revistas del corazón o escuchan tangos en la radio. Otros sitios puede corresponder a un boulevard de París o a un cabaret de Buenos Aires, y podemos suponer al principio de la lectura que se trata de una crónica periodística; sin embargo, poco a poco sentimos que no es así. Muy sutilmente y sin brusquedad el narrador nos ha llevado hacia su mundo inquietante, un ambiente donde la dicha es imposible y tortuosa donde la conciencia de un hombre puede entrar en la de un animal o viceversa. También se juega con el tiempo, la materia de la que estamos hechos (ese “enemigo que nos mata huyendo” en la voz de Quevedo). En algunos relatos, con idénticas situaciones, los diálogos se estancan o se confunden en paralelo con situaciones temporales fuera de toda lógica previsible. El estilo, por lo general, parece más bien aniñado o descuidado, pero cada palabra ha sido meticulosamente elegida y consta de frases determinadas en un determinado orden. Por fin el ávido lector, llevado por la aparente facilidad de la narración, siente con deslumbramiento que se debe dejar fluir y aceptar cada circunstancia. Si trata de resumirla con su propia imaginación, cosa imposible, verifica que algo precioso ha perdido. Ese manejo de la narración, lo conversamos alguna vez con Borges, asombraba hasta la emoción. ¡Qué duda cabe, transitando distintas sendas literarias, ambos eran afines!
Ahora bien, en lo político -y en esto hay otra tela para cortar- Jorge Luis Borges y Julio Cortázar transitaban veredas opuestas. Sin embargo, en lo literario, como queda demostrado, sus vidas se entrelazaron notablemente y pertenecen a una misma corriente de literatura fantástica, siendo ambos, además, maestros y cultores del relato breve y brillantes exponentes privilegiados de las letras argentinas, aunque sus abismos políticos eran comparables a los vulgares resquemores ideológicos.
Para discurrir en sus personalidades tal vez conviene empezar por los manejos imaginarios y estructurales de Julio Cortázar, que parten, casi siempre, de sucesos cotidianos y de entrecasa y hallan su quiebre en otra realidad paralela, capaz de llevar el relato a una frontera insólita o insospechada; recurso que fue, sin duda, la marca registrada de su literatura, junto a los juegos con el lenguaje que caracterizan su lúdica narrativa, siempre en el margen de los límites y las reglas del idioma, con una unidad sonora que puede distinguir una palabra de otra formulada entre frases corriente en ocasiones de idéntica significación, heredadas de los movimientos vanguardistas, a los que Borges fue ajeno. No así Cortázar que con una especial predilección poética, se aferra a la libertad de la imaginación al punto de crear palabras inexistentes, que fue otra de las muchas características de su no menos prodigioso estilo coloquial, donde aparecen bichos exótico inexistentes que los llama “mancuapias” .
En lo personal, así como conversé largamente con Borges, también tuve la felicidad de hacerlo con Cortázar, que una tarde lluviosa, mientras jugaba con su gatito Adorno, me explicó algunos significados de su prodigiosa literatura. “Desde muy pequeño -valoró-, tuve esa idea de que la realidad no era solamente lo que me enseñaba una maestra o mi madre; tampoco lo que yo podía verificar tocando y oliendo, sino las continuas interferencias de elementos que no se correspondían con mis sentimientos en ese tipo de cosas. Pude descubrir entonces que lo mío no es una pretendida forma fantástica prefabricada, como se da en el concepto de la literatura llamada gótica, donde se inventa todo un aparato de fantasmas, de aparecidos; vale decir, toda una maquinaria de terror que se opone a las leyes naturales influyendo en el destino de los personajes. No, para mí lo fantástico-moderno (permíteme llamarlo así) que yo uso en mis relatos es muy diferente; se da naturalmente y yo trato de que fluya sin alteración como esta conversación que ahora tenemos vos y yo”.
De tal modo, con una maestría asombrosa, Julio Cortázar nos ubica en la cotidianidad para proyectar su alquimia verbal junto a las circunstancias de personajes que van desde lo narrativo y fáctico de su inventada realidad, hacia una frontera indudablemente insólita que desemboca en lo más imprevisible y sorprendente. En Casa tomada -por seguir con ese ejemplo emblemático-, dos seres se ven acorralados adentro del caserón heredado, que, habitación por habitación, va siendo ocupado por entidades o insólitas y secretas personas, dato ofrecido para la interpretación de cada lector, y es esa intrusión lo que incorpora el elemento distorsivo; es decir, aquello que invade lo doméstico y hasta genera espanto.
Esta quintaesencia de lo siniestro, que, por definición, es aquello que irrumpe en lo cotidiano, produce pánico y desconcierto. Sin embargo, los personajes son semejantes a nuestra familia, amigos o vecinos, pero la particular imaginación verbal abunda en juegos lingüísticos que también nos acercan sensiblemente y de manera poética a seres que navegan en lo camaleónico y cuyas prerrogativas invariables, se tornan distintas en cada relato. La invención roza así con límites antológicos como en el caso de los “cronopios y famas”, personajes que poseen un particular universo, entremezclados con delicioso retazos de otras cosas, la mayoría de las veces imperceptibles para el ojo humano, inventadas por su envidiable imaginación, que constituyen un sistema de signos en sí mismos. Evidencia de la esclarecida creatividad que los ha inventado, dotándolos de características singulares; incluso, describiendo los posibles escenarios de interacción, con sus dones y carencias, impuestos por voluntad de Cortázar.
Si comparamos -y quizá es innecesario hacerlo para poder entender mejor-, veremos que Borges, con otros recursos narrativos por supuesto, siempre encuentra el adjetivo certero en cualquier frase quimérica, sea breve o extensa y trabajando en esa dirección consigue su incomparable síntesis literaria, donde se distingue su formación erudita, que mezcla con la profusión de citas cotidianas; en ocasiones, tramposamente inventadas. Asombra, además, la vastedad de autores a los que Borges recurre, cita y hasta llega a antologizar de manera casi constante (como agregado ilustrativo también hay tela para cortar a este respecto donde sin duda interviene la recordada biblioteca de su padre, el doctor Jorge Guillermo Borges, escritor, profesor de psicología, abogado y traductor; aquella que él describiera: “como una suerte de paraíso terrenal”, abundante en libros ingleses, porque la madre de mi padre era inglesa”. Y, en el epílogo de Historia de la noche, Borges se emociona diciendo “que esa biblioteca había sido el hecho capital de su vida”).
Un dato no menor es que Julio Cortázar reconocía en Borges una de sus mayores influencias literarias. Y me contó, a la sazón, que asistió a una conferencia dada por el autor de Ficciones sobre literatura contemporánea y, sin saber que él estaba entre los presentes, lo refirió como de uno los grandes escritores contemporáneos; agregando, eso sí, que desgraciadamente, nunca podrían tener una relación amistosa porque Cortázar era comunista.
“Lo cual, sinceramente me produjo risa y me enterneció -evocaba Julio-, y recordé enseguida, alegrándome más que nunca el homenaje que yo le rendí en La vuelta al día en ochenta mundos. Sin embargo, sigo temiendo que esa posición no sea entendida por los que cada vez pretenden más que el escritor sea como un ladrillo, con todas las aristas a la vista, una suerte de paralelepípedo macizo que sólo puede ajustarse a otro paralelepípedo inhumano. Te confieso que yo no sirvo para levantar paredes, me gusta más echar abajo esas paredes. En principio soy -y creo que lo soy cada vez más- muy severo, muy riguroso conmigo mismo y, sobre todo, frente a las palabras que son mi principal herramienta de escritor. Y en cuanto a lo político, para que abundar, mi posición es muy conocida”.
“¡Ah, con la maldita política, como decía Sarmiento! -no pude yo evitar esa exclamación-. ¡Cómo nos enfrenta inevitablemente y burdamente!”
“Dejémosla de lado -propuso Julio, con ánimo conciliador-, sigamos hablando de literatura y de los asuntos más amables de la vida. De manera que te repito, el hecho de que me haya reconocido como un escritor, evita en mí cualquier polémica con Borges. Tengo con él una deuda que no me cansaré nunca de pagar. Mis lecturas de los cuentos y de los ensayos de Borges, en la época en que publicó El jardín de senderos que se bifurcan, me mostraron un lenguaje del que yo no tenía idea. Confieso que me maravillé leyendo cada cuento de Borges. Yo me preguntaba: ¿Qué pasa aquí? Esto está admirablemente dicho, incomparablemente dicho; pero parecería que más que una adición de cosas se tratara de una continua sustracción de palabras; algo increíble por cierto y solo concebible en el genio de Borges. Y, efectivamente, me di cuenta de que él, si podía no poner ningún adjetivo y al mismo tiempo calificar lo que quería contar, lo iba a hacer con una maestría incomparable. O, en todo caso, iba a poner un adjetivo, el único, pero no iba a caer en ese tipo de enumeración que lleva a lo que algunos críticos literarios llaman facilismo o al lugar común del floripondio. Se ve ahí una de las genialidades de Borges. Es así que cuando se lo menciona en nuestra América inmediatamente la gente se divide en bandos perfectamente diferenciados”.
“Entre lo literario y lo ideológico”, lo interrumpí.
“Sí, claro -asintió Julio-. Una imbecilidad, hombre. Esto ha creado con respecto a la vieja relación que tenemos, un antagonismo manifiesto de parte de mucha gente que no puede aceptar cierto tipo de declaraciones hechas por alguien cuya palabra tiene tanta repercusión en la Argentina y en todo el mundo. Ahora bien, en el terreno político, yo, personalmente, no puedo aceptar que Borges diga, por ejemplo, que el único defecto de los Estados Unidos es haberle dado educación a los negros y los condene considerándolos como una raza inferior. Eso me parece espantoso, de un racismo inconcebible. Sin embargo, ese mismo Borges ha escrito algunos de los mejores cuentos de la historia universal de la literatura, siendo autor, además, de una Historia Universal de la Infamia, un libro único e incomparable, que solamente a su genio puede pertenecer”.
Y prosiguió Julio, no sin ese énfasis contagioso que lo caracterizaba, en este caso aportando su sonrisa más indulgente.
“Te cuento que aquí en París, en otra oportunidad, Borges llegó acompañado de María Esther Vázquez, y se los veían muy arrumados y sentaditos en un sillón, probablemente esperando a Roger Caillois, que hacía las veces de anfitrión. Cuando me di cuenta, cuando reaccioné, porque María Esther le dijo que yo estaba allí, enseguida nos abrazamos con un afecto tan natural de ambas partes, que me dejó sin habla. Fue algo formidable para mí, Roberto. Te cuento que Borges me apretó fuerte, y ahí nomás me dijo: “Ah, Cortázar, a lo mejor, ¿no?, o quizá sí, usted se acuerda, que yo publiqué algo suyo en aquella revista, cuyo nombre prefiero no recordar”.
“¡Qué lindo lo que contás! -me emocioné yo también-. Son esas cosas de Borges que le aparecen de pronto; él también es una persona muy emotiva aunque cueste creerlo. Te puedo dar ejemplos. Es de fácil lágrimas.”
“Sí, sí, eso quedó demostrado aquella vez. Te digo la verdad, yo casi no podía hablar, porque el grado de idiotez al que llegué en ese momento fue casi sobrenatural; pero me emocionó tanto que nos acordamos, con un orgullo de chicos de esa labor de pionero que él había hecho conmigo. Entonces le dije a mi vez todo lo que aquello había significado; sobre todo porque él me había publicado casi sin conocerme personalmente, lo que le daba muchísimo más valor a ese asunto”.
“Entonces Borges me respondió: Ah, sí, claro… Y usted a lo mejor se acuerda, ¿no?, que mi hermana Norah le hizo unos dibujos muy preciosos, ¿no? En fin, te confieso, che, que yo estaba hecho un pañuelo. Después lo escuchamos a Borges en su conferencia sobre literatura fantástica, dicha en un francés impecable, y al otro día fue a la Unesco y yo formé parte de la mesa de invitados, y ahí él les incrustó una charla sobre Shakespeare que los dejó a todos mirando estrellitas verdes, increíble viejo querido. Este Borges es único y definitivamente incomparable”.
“¡Qué maravilla lo que me estás contando, Julio! -volví a exclamar yo-. Imagino lo que habrá sido para vos”.
“¡Y qué te parece! Y ahí nuestro Borges volvió a mencionarme con las mismas palabras elogiosas como el gran escritor Cortázar; te confieso que a mí me daba vergüenza y me la pasé bajando la cabeza. Luego fuimos invitados a cenar y la chica esta, la Vázquez me arrancó al día siguiente la lectura de dos cuentos para un programa de Radio Municipal, que ella conducía, y de allí los dos se fueron para España. Por supuesto, los periodistas se ingeniaron como siempre para hacerle decir a Borges cuatro pavadas sobre política, pero qué poco cuenta eso; o en todo caso, qué poco significa para ambos, para la relación que ambos tenemos. Repito con él aquello que decía y que es la pura verdad: “Lo menos importante en un escritor son sus ideas políticas”.
“Para seguir hablando acerca de Borges, te diré que, como contrapartida, en este enfrentamiento ficcional como yo lo llamo, él, como ningún otro, siendo como lo es el dueño de las palabras, encuentra siempre el adjetivo certero, aún en la frase habitual o quimérica, breve, destilando síntesis literaria siempre; aun cuando habla de un modo corriente. En aquella oportunidad, en su conferencia, eligió la connotación erudita, con profusión de citas, como lo hace en sus textos, muchas veces, hasta tramposamente inventadas. Asombró, además, la vastedad de autores que revisó, citó y antologizó. Borges es la continuidad de una erudición que, como él afirma, heredó de la biblioteca de su padre, aquella que el Georgie de esa época describiera con orgullo”.
Como queda demostrado, tuve el privilegio de conocer a ambos protagonistas y de registrar sus coincidencias. Para Cortázar Borges era su descubridor, y alguna vez se jactó ante mí, bromeando en tono de buen porteño: “¡Qué te parece, pavada de aprobación, che!”. En cuanto a Borges, cada vez que lo recordaba, también se jactaba: “¡Bue-ee-no, me enorgullece que me consideren nada menos que el descubridor de ese admirado compatriota!”.
Se cumplieron cuarenta años de la partida de Julio Cortázar a la eternidad y aquí va mi homenaje. Qué más puedo agregar sobre este acaso inmerecido regalo de la vida. Con todo respeto, me enaltece haber sido testigo de aquella memorable amistad entre esos dos titanes de nuestra lengua castellana, que la maldita política no empequeñecerá por más que se empeñe. El arte de la literatura sobrevolará espléndido e intachable, acaso fabulosamente, eternamente como el Ave Fénix, siempre renaciendo.