Suplemento ABRALAPALABRA

Soldado caído, un cuento de Monserrat Madrazo*

Montserrat Madrazo nació en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina.

Era un lunes cualquiera en Buenos Aires, me levanté con la cantata de bocinas y piquetes sobre la 9 de Julio. La ciudad malhumorada se restregaba los ojos para abandonar el sueño y encarar el circo diario de un laburo alienante. Un golpe seco en la puerta anuncia la llegada de la selección de hechos noticiosos.

Dijeron que fue suicidio. Así lo leí en el diario de la mañana, con el café negro en la mano y los resabios del alcohol de la noche anterior. Se atropellaban en mi cabeza las escenas. Entre fantasías y certezas dibujé el hilo de los sucesos.

Recordé el olor a humedad de la fábrica abandonada, el óxido de las columnas de hierro y el polvo que contaminaba los objetos en desuso. Solo una tenue luz iluminaba la mesa en un rincón, poblada de botellas vacías. El perfume de la mujer vestida de rojo, se mezclaba con el olor a suciedad del viejo. La mujer era atractiva a primera vista, pero en las cercanías notabas una máscara de maquillaje que cubría su piel pálida; sepultando lo imperfecto, reflejando la imagen de lo que quería llegar a ser. En la esquina cerca de la mesa había un pibe fumando tranquilo, era joven y tenía el cachete derecho quemado.

De nadie conocía el nombre, ni su historia, ni la razón por la cual acudían a este encuentro; aunque me hubiese gustado. La primera regla del juego era ocultar nuestra identidad y si por casualidad nuestras miradas se cruzaban por las calles de la capital, seríamos perfectos desconocidos.

Yo fui el último en ocupar mi lugar en la mesa y a medida que me acercaba, me deleité escuchando el rápido ritmo cardíaco de nuestros cuerpos, que retumbaba en las paredes. Un pulso continuo, como el bombo melancólico de una banda frustrada de rock.

No mediaron palabras, eran irrelevantes. El viejo fue el que sacó el revólver envuelto en un trapo desteñido. Tal vez un souvenir de sus días de oficial, tenía cara de covani; quizás una adquisición de sus visitas al mercado ilegal. Puso una bala e hizo girar el tambor. Con un rápido gesto me depositó el arma en las manos. La manejaba con seguridad, incluso con ternura, como el vástago recién parido del diablo.

Fui el primero, sentí el frío metal presionando en mi sien y tiré del gatillo, conteniendo el aire; tras un momento de confusión, comprendí que seguía vivo y pasé el arma a la izquierda. Sudor frío en mi cuello, las manos me siguieron temblando por un rato.

Siguió la ronda con gemidos y suspiros, con miradas expectantes y nervios palpables. La mujer se mordió los labios cuando disparó el arma y se movió la pintura. El joven parecía inmutable; cuando comprobó con la mano que no tenía ningún agujero en los sesos, puso una mueca de aburrido y bostezo. Era el turno del viejo.

Prefirió colocarse el arma dentro de la boca; supongo que quería asegurarse de que el tiro fuera mortal. Con la boca abierta me dirigió una mirada de miedo, casi como una despedida; sabía su suerte.

El estallido de la pólvora nos sorprendió a todos, se escuchó un golpe seco cuando la bala perforó su cráneo. El viejo se desplomó en la mesa, derribando las botellas. Nosotros, los espectadores, nos quedamos quietos intentando procesar las consecuencias del acto. Entre vidrios rotos manchados de rojo, el rostro del viejo descansaba con la mirada perdida en alguna oscuridad.

Fue la mujer la que llamó a la policía y nosotros nos perdimos en la vorágine de la ciudad. Ella era la mejor actriz y con lágrimas en los ojos, quizás reales, informó al oficial que escuchó un tiro rasgando la noche.

El viejo no recibió ningún honor por su muerte, suicidio lo llamaron. Entre el cerrado círculo del juego sabíamos que apostó por su vida, por la protección de algún Dios; por su muerte nosotros respiramos. Los únicos que podíamos entender que el juego significaba morir con un propósito, con valor, superando el miedo.

¿Qué nos diferenciaba de los héroes o los mártires?

Éramos civiles insignificantes, no pretendíamos salvar millones; pero al igual que ellos nos jugábamos la vida. Como todo humano, buscábamos una razón para vivir y morir, un significado a nuestra existencia. Incluso los héroes más puros se mueven por egoísmo, para conseguir honor, para morir sin remordimientos.

El viejo nunca iba a ser un mártir, pero en el círculo de la mesa, del revólver homicida y la ignorancia, sería recordado como un héroe. ¿Por qué se sacrifica el soldado por la patria? Porque descansa en paz sabiendo que cumplió su misión divina.

Dentro de las paredes fabriles, de ese deshecho de la sociedad, el viejo alcanzó en sus últimas palpitaciones, honor y trascendencia; como cualquier soldado. Su recuerdo venció a la muerte, perdura en las entrañas de aquellos que lo vimos partir. 

Alejandra Kamisha, Tamara Tenenbaum, Samanta Schweblin, entre otras, conforman un grupo de escritoras al que pronto deberemos incorporar a Montserrat Madraso. Ella pertenece a ese núcleo de narradoras que nos ayudan a pensar, a estirar nuestros límites, a fundar nuevos paradigmas.

No estoy haciendo futurología. Simplemente el azar, aunque las casualidades no existan, hizo que varios escritos de la Montserrat llegaran a mis manos. Es más, ella misma me los leyó en varias oportunidades y me dejó sin palabras, con ganas de aplaudir.

Ustedes comprenderán, cuando tengan el placer de leerla, que lo que digo es estricta verdad. 

Soldado Caido es una ruleta rusa para los protagonistas y para usted lector que a fuerza de imágenes visualizará una ciudad malhumorada, noticias atropelladas, fábricas en ruinas, una mujer con un vestido rojo ¿atractiva? El latido del cuento como “el bombo de una frustrada banda de rock» resonará en cada frase.

Tendrá en su mano, un revólver con una bala en el tambor, una sola bala. El caño se apoyará en su sien ¿Está frío? ¿Se anima a apretar el gatillo? Si no puede, Montserrat Madraso lo hará por usted. Como lo hizo por ese viejo, que no fue mártir pero lo transformó en héroe. Inmediatamente después nos interpela con un puñal:  “¿Por qué se sacrifica el soldado por la patria?”

Hija de este siglo, feminista, vegetariana, de sensaciones fuertes, empezó a escribir un diario personal que en el colegio Waldorf transformó en un trabajo final de investigación y un libro de cuentos de bolsillo, como ella misma lo define, poblado de emociones desbordantes. 

Exploradora de los distintos géneros de la escritura, militante de las buenas causas, estudiante de ciencias políticas, con esperanza en el futuro, Montserrat brilla a puro talento.

*Montserrat Madrazo nació en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Hija del siglo XXI, idealista empedernida, estudia Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Usa la escritura como escape y laboratorio de experimentos. Complementa su formación con cursos de escritura y filosofía, otra de sus pasiones.