Cronología de la pena de muerte en la Argentina: fusilamientos, restitución con Perón y la marcha atrás de Lanusse
El castigo definitivo siguió en nuestro país los vaivenes erráticos de la vida institucional.
El castigo definitivo siguió en nuestro país los vaivenes erráticos de la vida institucional. Un recorrido convulsionado en una sociedad poco aferrada al estado de derecho.
El que así habló fue Liniers frente al pelotón formado en el Monte de los papagayos. Un segundo después se escuchó la descarga de los fusiles y así cayó, el 26 de agosto de 1810, el primer condenado a muerte de nuestro hito fundante nacional: la Revolución de Mayo. El penúltimo virrey había estado armando una contrarrevolución desde Córdoba, lo descubrieron, lo apresaron, lo mandaron a matar y zafó hasta que el mismísimo Mariano Moreno tuvo que enviar a Castelli desde Buenos Aires para garantizar el fusilamiento. Su cadáver, junto al de los otros conspiradores, fue enterrado en una zanja.
Así empezó la historia de la pena de muerte para hechos políticos en nuestro territorio, con aquella revolución que dio origen al largo proceso de organización para hacer un país. Los delitos comunes, como era costumbre en la época, también contemplaban el castigo mortal para el robo calificado, el robo simple de más de 100 pesos o el abuso de armas que terminara en homicidio.
Desde el origen, el hombre ha matado para castigar a otro hombre, haciendo uso de una ley sangrienta basada en el ojo por ojo. Así está escrito en piedra en el antiquísimo Código de Hammurabi del imperio babilónico que se extendió entre el Tigris y el Éufrates hace miles de años. Los delitos, cuidadosamente detallados, son múltiples y los castigos van desde la amputación de las manos hasta la muerte.
. Si un señor roba la propiedad religiosa o estatal, ese señor será castigado con la muerte.
. Si un señor acusa a otro señor y presenta contra él la denuncia de homicidio, pero no la puede probar, su acusador será castigado con la muerte.
. Si alguien roba un buey, carnero, puerco, asno, barca, al templo o al palacio, pagará treinta veces el valor; si se trata de un noble, diez veces el valor, y si no tiene con qué pagar, será culpable de muerte.
La pena de muerte es la ejecución de un condenado por parte del Estado, el único caso en el que el homicidio es legal y aún se mantiene en China, Irán, Libia, Afganistán, India, Indonesia, Palestina y algunos estados de EEUU.
Los fusilados por la patria
Aquellos caídos en Córdoba fueron los primeros de muchos fusilados en nombre de la patria. En julio de 1812 el Primer Triunvirato creyó descubrir una conspiración contra el gobierno, arrestaron a más de treinta hombres y los sometieron a un proceso criminal secreto y dudoso. A los tres días estaban todos fusilados; sus cuerpos, exhibidos en la plaza y sus bienes, expropiados para la causa patriótica. Hay quienes dicen que la rapidez de la sentencia y la saña del castigo no fue más que una venganza de Bernardino Rivadavia que usó el poder estatal para cerrar una vieja afrenta personal contra el amante de su esposa, el comerciante y político español Martín de Álzaga, que estuvo entre los condenados.
Aunque la Asamblea del año XIII la abolió, la pena de muerte siguió gozando de buena salud. Durante la guerra de la independencia chilena, después del triunfo en la batalla de Maipú, fueron fusilados en Mendoza los militares y hermanos Luis y Juan José Carrera, chilenos adversarios de O’Higgingns. Era 1818 y tres años después, en la misma plaza mendocina y tras un juicio sumarísimo, sufrió igual destino el tercero de los hermanos, José Miguel Carrera.
Hay fusilamientos que pasaron a la historia, como el del gobernador de la provincia de Buenos Aires Manuel Dorrego, mandado a matar por orden de Lavalle en 1828 o el de Camila O’Gorman y el cura Ladislao Gutierrez, los amantes que irritaron a Rosas en 1848.
El 3 de febrero de 1852 Urquiza derrotaba a Rosas y al otro día mandó a fusilar a uno: el coronel del ejército Martiniano Chilavert, antiguo aliado de Urquiza que se unió a los federales y fue acusado de traición. Se suponía que fuera el último porque unos meses después Urquiza dictó un decreto de abolición de la pena de muerte por causas políticas y así quedó asentado en la Constitución de 1853.
El castigo definitivo en Argentina fue siguiendo los vaivenes erráticos y arbitrarios de nuestra vida institucional: una historia convulsionada para una sociedad poco aferrada al estado de derecho. Después de un siglo diecinueve agitado en el que la pena capital entraba y salía de las normativas para delitos comunes y políticos, el siglo veinte volvió a poner el tema en discusión con los proyectos y debates para un código penal moderno y acorde a una tendencia mundial hacia el abolicionismo.
Los ajusticiados
Estaba terminando la presidencia de Victorino de la Plaza que había reemplazado al enfermo Roque Saenz Peña y se disponía a entregar el mando a Hipólito Yrigoyen.
Amanecía ese 22 de junio frío y destemplado de 1916 cuando los vecinos de la Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras escucharon los ocho disparos del pelotón de fusilamiento.Todos sabían de qué se trataba porque no se hablaba de otra cosa que del “crimen de la calle Gallo” desde hacía dos años, cuando apareció muerto en su casa, Frank Carlos Livingston, un contador acomodado que apareció muerto en su casa de Palermo.
Las treinta y seis puñaladas, los cuchillos de filetear pescado, la huella de sangre en el vestíbulo, la pesquisa policial, los antecedentes de violencia familiar del muerto, el plan de la esposa para deshacerse de él, los asesinos a sueldo contratados, todo tenía ribetes cinematográficos. Por eso la prensa siguió el caso de cerca, incluso llegaron los cronistas aquella mañana de invierno en que Giovanni Lauro y Francisco Salvatto, dos inmigrantes italianos y analfabetos, se convirtieron en los últimos ejecutados a muerte por delitos comunes. Con la sanción de un nuevo código penal en 1921, la pena de muerte fue abolida: nuestras leyes dijeron claramente que el Estado no mataría a nadie. Ni por causas políticas ni por delitos comunes.
Se estaba desarrollando el tercer gobierno radical, el tercero surgido de elecciones libres, el país parecía finalmente encaminado en la senda de la institucionalidad plena cuando la marcha fue interrumpida. En 1930 el ejército tomó el poder y el gobierno de Uriburu reinstauró la pena de muerte.
– ¡Viva la anarquía!
El que habló así fue Severino Di Giovanni y fue lo último que se escuchó antes de la orden de ¡Fuego! Después llegaron los disparos. Era el 1 de febrero de 1931 y, entre curiosos y otros periodistas, estuvo allí Roberto Arlt para escribir una de sus más famosas aguafuertes “He visto morir”, que empieza así: “Las 5 menos 3 minutos. Rostros afanosos tras de las rejas. Cinco menos 2. Rechina el cerrojo y la puerta de hierro se abre. Hombres que se precipitan como si corrieran a tomar el tranvía. Sombras que dan grandes saltos por los corredores iluminados. Ruidos de culatas.
Más sombras que galopan. Todos vamos en busca de Severino Di Giovanni para verlo morir.” Di Giovani también había sido escritor y un conocido militante del anarquismo individualista que editaba periódicos y panfletos por las noches. Se había hecho famoso en 1925 desde su primera aparición pública en una gala del Teatro Colón con la que el Presidente Alvear homenajeaba al embajador italiano y en la que Di Giovani irrumpió con sus seguidores. A eso lo siguieron los asaltos expropiadores y una vida clandestina al margen del estado de sitio que declaró el gobierno de facto en 1930 hasta que un día lo agarraron y lo condenaron a muerte. Con eso inauguraron una nueva tradición nacional: el juicio militar extendido a la sociedad civil.
“Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del reo”, escribe Arlt.
Leyes a medida de los gobiernos
Lo que empezó en 1930 siguió por medio siglo. Con cada golpe de Estado, la Constitución nacional quedaba abolida y, con ella, las garantías y los derechos de los ciudadanos y cada uno de los preceptos, leyes y códigos que hacen a la vida republicana. Por eso no es de extrañar que los gobiernos inconstitucionales echaran mano una y otra vez a la amenaza de muerte como un castigo “legal” en manos del Estado autoritario, lo que sí resulta significativo es que una de esas vueltas históricas de la pena capital haya sido durante un gobierno surgido de elecciones.
El 27 de septiembre de 1950 y a instancias del gobierno nacional presidido por el General Perón, el Honorable Congreso de la Nación Argentina sancionó la ley 13985 de “Penalidades para los que atentan contra la seguridad de la Nación”, cuyo artículo 15 establece: “La prescripción de la acción y de la pena en los casos que corresponda pena de muerte se regirá por las disposiciones pertinentes del Código de Justicia Militar”. Los destinatarios podían ser los acusados de espías, saboteadores y la enumeración de los delitos es tan profusa y detallada que merece ser consultada. La sanción de la ley lleva al pie las firmas de Juan Hortensio Quijano, vicepresidente de la Nación a cargo de la presidencia del Senado y Héctor J. Cámpora, presidente de la Cámara de Diputados.
Esta ley tuvo, durante la gestión peronista, antecedentes y derivaciones. En 1948 se había sancionado la ley 13234, que establecía las reglas de la “Organización de la Nación para tiempo de guerra” y en 1951, la 14.029: el Código de Justicia Militar que habilitó la aplicación de los bandos militares, la ley marcial y la ley de Guerra civil 14062 que proclamó el Estado de Guerra interna para todo el país. Ese estado de militarización de la Argentina signó la vida política de las décadas siguientes y la prueba más clara de esto es que aquel código de justicia militar impulsado por Perón siguió vigente hasta bien entrado este siglo.
El gobierno que tomó el poder en 1955 entró en una especie de furor legislativo de dictados y derogaciones para desmontar el régimen jurídico establecido durante el peronismo y crear uno propio. Con los bandos cambiados, se mantuvo la persecución y el disciplinamiento a los enemigos políticos. Con respecto a la pena de muerte se derogó la ley que la establecía “para los promotores, cabecillas y demás militares participantes de una rebelión armada contra la autoridad constituida” y se restableció el Código de Justicia Militar anterior que la preveía para el caso de rebelión «frente al enemigo extranjero».
No se volvió a hablar de la pena de muerte hasta mediados de 1970, durante otra dictadura, cuando Onganía aprovechó la conmoción pública que produjo el secuestro de Aramburu, para reimplantarla: «La pena será de muerte si con motivo u ocasión del hecho resultare la muerte o lesiones gravísimas para alguna persona». Durante los años siguientes, ya durante el gobierno de Lanusse, estaba previsto volver a derogarla hasta que, en un enfrentamiento con la guerrilla, murió un teniente del Ejército y el presidente dio marcha atrás. Lanusse venía manteniendo un diálogo constante con Perón y esperaba que éste lo ayudara en el tema más candente que tenía su gobierno, pero la guerrilla urbana crecía día a día con el guiño del General desde Madrid. El ala dura de las Fuerzas Armadas veía con desconfianza a un presidente que pactaba con Perón una apertura democrática mientras los secuestros y las bombas se multiplicaban en nombre del regreso del líder exiliado.
El 29 de diciembre de 1972 y con las elecciones a la vuelta de la esquina, Lanusse finalmente abolió la pena de muerte y fue reimplantada tras el golpe del 76 por un gobierno que se dedicó a perseguir, desaparecer y matar, desde el Estado, en absoluta ilegalidad.
Aunque con dimensiones nunca vistas, esto no fue nuevo. En un país que prefiere la anomia, «Un país al margen de la ley», como escribió hace ya treinta años Carlos Nino, esta inclinación a la ilegalidad habla de una sociedad y un Estado que prefiere recostarse en la oscuridad. La esencia de la vida en común es la posibilidad de consensuar reglas. Hace siglos que Occidente inventó, o supo darse el Estado de Derecho como régimen de convivencia donde se respeta el pluralismo, un acuerdo social pero también legal en el que cada habitante puede pensar lo que quiere porque nos hemos puesto de acuerdo en las reglas, que valen para todos.
Los gobiernos autoritarios son los primeros en cambiar las reglas para adecuarlas a sus intereses; las leyes y la Constitución son medios maleables que someten a sus fines. Y el caso de la pena de muerte es paradigmático porque, aún habiéndose dado a sí mismos esa “herramienta” legal, los gobiernos que la implantaron prefirieron eliminar a sus enemigos ilegalmente: matar sin mostrarse. Desde los mazorqueros de Rosas hasta la Triple A y los grupos de tareas de la última dictadura, nuestra historia nacional fue signada por la proliferación de organizaciones parapoliciales y paramilitares que mataron al margen de la norma. En la letra, sin embargo, dejaron descansar una ley rigurosa, discursivamente disciplinante.
El cierre definitivo para los vaivenes de la pena de muerte en Argentina se dio, finalmente, durante el gobierno de Raúl Alfonsín con la ley 23077 de derogación de las leyes de facto y modificación del código penal y se ratificó con la Constitución de 1994 cuando quedó vedada su reimplantación, pues la Convención Americana sobre Derechos Humanos -Pacto de San José de Costa Rica- no permite restablecerla en los Estados que la han abolido.