Suplemento ABRALAPALABRA

«Incorpórea presencia», un cuento de Mariano Sperat

Se podría pensar que lo que estoy por contar es inquietante o perturbador, puede ser, pero ruego que no se preocupe por mí. Lo que sucedió pasó en otro tiempo, en otro lugar, y ya no quedan rastros de aquella vida.

Incorpórea presencia

Se podría pensar que lo que estoy por contar es inquietante o perturbador, puede ser, pero ruego que no se preocupe por mí. Lo que sucedió pasó en otro tiempo, en otro lugar, y ya no quedan rastros de aquella vida. En verdad no sé por qué es que he decidido escribir sobre esto, debe tratarse de una forma de dar cierre a ese momento puntual de mi vida. Dicen que la mejor manera de soltar lo que más duele es hablar, meterse hasta el fondo de la cuestión y así no volver nunca más a ese barro. Lo que les quiero contar pasó hace como quince años, cuando me mordieron las piernas hasta arrancarlas del cuerpo. Hubo mucha sangre y gritos, pero por suerte eso ya pasó y el dolor quedó atrás. No quisiera volver a esos recuerdos más de lo necesario. Lo único que voy a decir sobre eso es que tuve la desgracia de nacer con un padre que se dedicaba a hacer singulares transacciones. Lamentablemente, cuando las cosas se complican -siempre se complican- la familia recibe la peor parte, es carne de cañón para torturas y extorciones.

Lo cierto es que nunca usé mucho los pies, era amante del sedentarismo: ir de la cama al baño, del baño a la cocina y de ahí al escritorio para laburar. Estando en el hospital, empecé a caer en mi nueva realidad y temí por la funcionalidad de mi pene. ¿Se vería afectado? ¿Podría enchastrar pieles otra vez? A pesar de no salir mucho de mi casa, antes del accidente, gozaba de una vida sexual muy activa, hombres y mujeres de mil lugares se cansaron de sombrear la puerta de mi departamento.

Bueno, en cuanto a la funcionalidad tengo que decir que no se vio afectada, anatómicamente hablando; pero el problema es que dejé de encajar en los estándares de belleza y por lo tanto, la gente no se me acercó más. Comenzó una larga sequía que se extendió por varios meses que se apilaron en años. Todas mis amistades se esfumaron de un día para el otro. Gracias a ellos, o por su culpa -todavía no me decido- fue que aprendí lo que es la verdadera e insoportable soledad. En esos momentos de ascetismo involuntario, sobre todo cuando caía la noche por la ventana de mi oscuro departamento, la nostalgia me pegaba como una lluvia de trompadas al estómago que me hacían imposible dormir más de una hora o dos. Así estuve un período que preferiría no medir en el calendario. Palpando, una y otra vez, cada noche, cada mañana, el más profundo desgano. Mutilado y sin amistades. Familia no me quedaba, habrán podido deducirlo.

Hasta que un día mi suerte cambió, cuando tenía treinta y siete años.

Quizá se pregunten quien se acercaría a un tipo sedentario de alma y sin piernas. Es fácil la respuesta cuando se vive como yo lo hago: uno de esos sujetos con fetiches particulares. Y digo particulares para no moralizar los gustos. Siempre tuve el presentimiento de que algo como esto pasaría. Al principio fue raro pero con el correr del tiempo me acostumbré. El nuestro fue un acuerdo como la situación, extraordinario, fuera de lo común o lo establecido. Lo acepté sin pensarlo demasiado. Lo hubiese hecho aunque no me pagara, extrañaba demasiado el contacto humano, ese calor irresistible que se impregna en el alma y no suelta hasta que se acaba.

El acuerdo era simple y claro: todo sucedía los martes en mi departamento. Venía con su abrigo ancho y pesado y me dejaba dos fajos de billetes arriba de la mesa. Sin decir nada se acercaba y me desvestía hasta dejarme en calzoncillos. Intuyo que para él, mi pene era tan solo un pedazo de carne, porque nunca mostró el más mínimo interés. Solo quería que me quedara quieto y que no hablara. Tampoco es que tuviera ganas de hablar, al fin y al cabo iba procesando en el momento lo que pasaba en mi rutina de silencios y mimos ásperos. Es que es justamente eso lo que hacía: me acariciaba la piel cicatrizada, se metía la mano en el pantalón sin desabrochar y se masturbaba. Todo sucedía ahí, en sus manos, una en mis piernas y la otra escondida. Las primeras veces no miré. Me resultaba asqueroso que alguien me tocara ese lugar vacío de piel. Después, cuando dejé de sentir esa insoportable incomodidad, me animé a investigar lo que hacía, a dónde iban las manos, como se movía su boca, si cerraba los ojos. Lo que nunca hacía era emitir sonidos, salvo los que hacía con la ropa al ritmo de la mano masturbante y las zapatillas en la madera cuando entraba y salía del departamento.

Su nombre nunca lo supe, no me lo quiso decir, supongo que por pudor. Se lo pregunté la primera vez que me contactó y me esquivó el tema hablando de cualquier otra cosa. A pesar de lo misterioso que era, nunca temí ningún peligro. A lo mejor fue una tremenda inconsciencia dejar entrar a alguien así a mi casa. A mi vida. A mis piernas. Pero nunca me dio la impresión de que algo pudiera llegar a pasar. Mi confianza era plena. No puedo explicarlo, no me pidan que lo haga.

Ahora hace un tiempo que no lo veo. Nunca me dijo que iba a dejar de venir. Creo que ya van dos meses, que serán siete u ocho martes; así es como marcaba mi rutina, los días que él me visitaba eran como el inicio de mi semana. Jamás me imaginé diciendo lo que estoy por confesarles, les ruego de todo corazón que no me juzguen.

Extraño a ese misterioso hombre. Y con cada semana que pasa su ausencia se agiganta más y más. Extraño las caricias, su perfume, la delicadeza con que llevaba a cabo su ritual. Me avergüenza decir todo esto, ya había empezado a disfrutar de su compañía. Justo cuando estaba por aventurarme a devolver los gestos y prestar una mano, desapareció. Me pregunto si me habrá visto la intención en los ojos. Quizá su forma de actuar era esa: encuentros semanales por un corto período de tiempo y así evitarse ataduras o sentimientos innecesarios para un vínculo como este. Nunca supe de él más que lo que mis ojos vieron. Les puedo contar que su voz era áspera. Las manos eran como dos ladrillos de cardos. Su andar era lento y para nada atractivo. La espalda casi tan ancha como la puerta.

En fin, cosas que uno piensa como monólogo interminable cuando el inesperado vacío clava sus garras en la madera del cuarto. Y por más inverosímil que parezca, jamás imaginé que volvería a sentir esa horrible y fría nostalgia en el cuerpo. Y es que, después de perder las piernas y sobrevivir a las fantasmagóricas sensaciones, nacidas desde las rodillas hasta donde alguna vez hubo zapatos; ¿cómo podría una persona de fetiches raros y sin nombre, hacer eco de la misma manera? No encuentro explicación racional. No creo que la haya. En todo caso podría pensar que hay ciertas cosas de las que es imposible escapar y que siempre estarán. Hoy es la ausencia la que amedrenta, mañana será el amor y pasado quien sabe. Supongo que esto es la vida abrazándome con todo su cuerpo y que quizá, lo que intento hacer con estas palabras es devolver el abrazo.

Mariano Sperat nació hace 28 años en la zona norte del Gran Buenos Aires. Tras una búsqueda de vocación que lo hizo pasar por diversas carreras, encontró una cuyo estudio disfruta mucho, el Profesorado de Lengua y Literatura. Trabaja por el momento en el rubro gastronómico. Lector de Eduardo Galeano, Julio Cortázar y Alejandra Pizarnik, llegó a la escritura en tiempos de pandemia, como una suerte de necesidad biológica de escupir lo que sentía y poner foco en sí mismo. Ama la filosofía ya que lo conduce al autoconocimiento, y tiene como cuenta pendiente hacer más viajes.

Los primeros textos de Mariano a los que tuve acceso me sorprendieron por la poesía que encerraban en muy pocas líneas, trasportándonos a diversos mundos donde se alternaban luz y oscuridad.  En Incorpórea presencia nos cuenta una historia donde a cada momento podemos sentir la atroz soledad en que está inmerso el protagonista, sometido a un aislamiento extremo. Es un relato duro, con un personaje que se aferra con desesperación a un retazo que lo une a la humanidad. Nos conecta con los abismos y el vacío. Pero a la vez, el texto no deja de tener su costado poético y una gran belleza. Leerlo es un gusto. Y a pesar de todo, la esperanza no está ausente.