40 años de qué sirvió: no motosierren la democracia
Por Gabriela Saidón, los días de elección son de los más alegres de su vida. A diferencia de los que nacieron en democracia, sabe que los derechos conquistados no llegaron por default. En este texto, personal y visceral descentraña que significaron estas últimas cuatro décadas, cuando la democracia dejó de ser un “ breve intersticio” entre golpes, “espacios entre. Inhalar, exhalar”.
Doscientos años de qué sirvió
haber cruzado a nado la mar
Luis Alberto Spinetta
Invisible
Cuando era chica (8, 9 años) tenía dos sueños recurrentes: en uno, Batman le pegaba al portón cerrado de un taller o de una fábrica con sus puños enfundados hasta los codos por unos guantes negros brillosos bordeados por unas especies de flecos puntiagudos. Una voz en off decía: “Batman golpea a la puerta de los cuarteles”.
En otro sueño, Juan Carlos Mareco, “Pinocho” (legendario conductor de TV nacido en Uruguay y que estuvo prohibido en dictadura) disparaba ráfagas de ametralladora desde el fondo de un pasillo antes de que su imagen se desvaneciera. Desde Freud y peor, desde Lacan (lingüística mediante) sabemos que los significantes en los sueños son tan o más poderosos que los significados. Quiero decir: el Pinocho del sueño también puede ser el muñeco de madera de Collodi, que quiere ser un niño real.
Batman y Pinocho, con Mafalda y Manuelita, son algunos de los personajes que marcaron nuestras infancias en los 70. Pero no el Batman del cine sino el preburtoniano (antes de Tim Burton) y sus secuelas y precuelas: aquel otro blanco y negro de la serie de TV, de músculos flojos, movimientos un tanto espasmódicos y golpes traducidos en letras pop e imágenes psicodélicas. El que veíamos en esas teles de ángulos redondeados, 14 pulgadas, con una antena de dos palitos metálicos, imaginarias orejas de marciano. Mareco, dicho sea de paso, fue el animador de otro muñeco de nuestras infancias: el Topo Gigio. Pero eso después.
En el sueño de la ametralladora, detrás de él, volaba una escoba con uniforme de empleada doméstíca.
Cómo habré llegado hasta aquí
si no puedo más de soledad
ya no puedo más de soledad
Luis Alberto Spinetta
Invisible
¿Pero esta no era una nota sobre la democracia?
Es que por algo, cuando pienso en escribir algo sobre los 40 años de democracia que se cumplen hoy, 10 de diciembre de 2023, lo primero que me viene a la cabeza son imágenes (internas) que refieren a dictaduras. Y no necesariamente a la última dictadura militar, al peor genocidio que sufrió la Argentina. No. Antes. Golpean a la puerta de los cuarteles, esa frase, fue una especie de mantra en mi infancia y la de mi generación, entre dictaduras. La pronunciaban los adultos. Y siempre el sujeto era tácito, una tercera persona del plural. Pido perdón por estas reflexiones que retrotraen al colegio secundario, pero es así: ese sujeto era indefinido. Mucho tiempo después, muy avanzada la democracia, se empezó a diferenciar. Esa marca queda en el cívico en dictadura cívico militar. Las democracias, entonces, eran breves intersticios. Espacios entre. Inhalar, exhalar. Y ya venía el nuevo golpe, alentado por sectores civiles, ejecutado por las Fuerzas Armadas.
Para muchas personas NIC (Nacidas y criadas en democracia), la democracia se da por default, es algo dado y nunca algo conquistado o a conquistar. Por lo tanto, también, a veces, algo descartable. No hablo, aquí, de los valores de la democracia, como Memoria, Verdad, Justicia, respeto por los Derechos Humanos y todas esas chorradas (lo escribo con ironía, entiéndase) hoy depreciadas por algunos y atesoradas por el resto, que parecería ser minoría. Hablo de la democracia como valor en sí. Las preguntas se amontonan: ¿Qué hicimos mal? ¿Qué faltó? ¿Cómo llegamos hasta aquí, a votar con tanta diferencia a un gobierno que quiere motoserrar la democracia? El mea culpa. Contra la gran frase de Maradona: “Yo me equivoqué y pagué, la pelota no se mancha”, hoy podemos decir que se manchó la pelota. ¿Tan embarrada estaba la cancha? Yo creo que no tenemos que minimizar el impacto tremendo que tuvo la pandemia en las generaciones más jóvenes, en muchos sentidos que aquí no hay espacio ni tiempo de analizar. Esa es una deuda, también, de esta democracia.
Durante mucho tiempo me sentí una outsider en muchos sentidos, alguien que no encajaba, alguien sin generación. Porque, dónde quedábamos como primos menores los de la quinta que vio el Mundial 78, de “Crímenes perfectos”, de Andrés Calamaro, a quienes nos tocó crecer viendo a nuestro alrededor paranoia y dolor . Ellos, los de la generación diezmada, la del 70, habían soñado con un mundo mejor, socialista, también peronista. Pienso mucho y leo y escribo sobre eso todo el tiempo. ¿Dónde quedaron sus sueños? ¿Y nuestros sueños, siempre rezagados? ¿Y los de las generaciones que siguieron? Hoy, aquellas utopías fueron reemplazadas por las peores distopías.
En los 70, cuidar la quinta propia era cosa de hippies, individualismo. Porque también, estaban los hippies y los rockeros. Las tribus (hoy no hablamos de tribus pero en los primeros 2000 sí) eran otras, y estaban quienes cuidaban sus quintas o se querían ir al campo cansados de la gran ciudad (y a veces volver por no bancarse las hormigas), incluso ya recuperada la democracia o, arriesgaría, más aun en ese momento: piensen en el éxodo urbano a los countries en sectores medios y medios altos ya en pleno tercer milenio por “miedo a la inseguridad”, lejos del ideal hippie ecológico y comunitario.
En los 70, estábamos los adolescentes urbanos porteños y suburbanos bonaerenses que íbamos a los recitales en el Luna Park, que era, antes que Obras, donde debutábamos en subirnos a cococho, las sacudidas de cabeza, el baile desenfrenado y los encendedores brazo en alto, cuando los celulares no eran teléfonos sino esos vehículos policiales que acarreaban pibes poco peligrosos a la salida de los conciertos, y los largaban después. Una ostentación de poder y un gasto de combustible un tanto inútil pero aleccionador, claro. Esa presencia temible estaba siempre.
Vuelvo, entonces, a preguntarme por qué para hablar de democracia tengo que ir a la dictadura, y digo, en modo maestro Yoda: en la pergunta, hermana, está la respuesta. Porque la democracia significó que no tuvieras miedo de que te chuparan, cuando sabías bien que los amigos del barrio pueden desaparecer, Charly te lo estaba diciendo y tu primo, de un día para otro, no estaba más en este mundo y tu tío se escondía en tu casa. No era solo Charly el que lo cantaba, lo estabas viviendo sin vivirlo, sin verlo, buscando escondites como, por ejemplo, el rock: un refugio posible.
Me pegó mucho el discurso de Estela de Carlotto en el 50 aniversario del golpe de Pinochet en Chile el 11 de septiembre, sobre todo cuando apeló “al que le pasó y al que no le pasó”.
Porque vivo con esa pelea interna, con ese conflicto, me corrigió el acupunturista chino que intenta arreglar mis desarreglos físicos que hacen que mi pie izquierdo duela; y, ¡oh casualidad! duele el lado izquierdo. Mi abuelo y mi abuela llegaron a la Argentina escapando del nazismo gracias a ser comunistas. El resto de la familia, judía religiosa, murió en los campos de concentración en Polonia. Y cada vez leo más producciones que llinkean la Shoah con la última dictadura, la del 76.
Entonces, democracia.
No es por default. Hay que seguírsela ganando. Porque sí: nos la ganamos. O se las ganaron. Porque lo que es yo, nunca milité. No considero haber incidido. Siempre tuve miedo. Lo confieso, sí. Eso hizo la dictadura conmigo y con otras personas de mi generación. Pensar que a mí no me pasó: no me torturaron, no desaparecí, no tuve que esconderme en el insilio ni irme al exilio. Sí amigos, amigos de amigos y familiares y familiares de amigos y primos y tíos y gente que conozco y y y. Pero yo no. A mí no me pasó nada. Nada más que el miedo. Y eso me lleva a la democracia. Porque: ¿cuántos miles de años tardé en decir soy judía, soy atea, la dupla Marx Engels me explica tantas cosas? ¿Cuánto, eh? ¿Cuándo empecé a escribir lo que pienso?
La democracia habilitó a los feminismos, sinceró el aborto, lo sacó de esa clandestinidad absurda y maldita, nos dio leyes reparadoras, los juicios de la verdad. La verdad. Saber. El #NuncaMás y el #NiUnaMenos, esos poderosos conceptos, esas acciones, que Argentina exportó al mundo. Eso nos dio la democracia (capitalista, sí). ¿Desigualdad y pobreza? ¿Inflación? Sí, claro. Cada vez que alguien dice: este país… me pongo en estado de alerta. ¿Este país qué? ¿Qué clase de isla es la Argentina? ¿Vamos a hablar de idiosincrasia? ¿Vamos a decir, con Sarmiento, que la geografía, o el clima, determinan las conductas humanas? ¿Que este es el país de las prebendas, de la corrupción? ¿Y en el mundo cómo andamos?
Creo que lo que me pasa, nos pasa, a estas personas que ni nos torturaron, ni desaparecimos ni ni ni ni ni, es que nos quedamos con culpa y miedo, y muchos años en silencio, hasta que vinieron las calles. Y la pandemia volvió a replegarnos. Este es el cuento corto. Pero al final, culpa y miedo y silencio, ¿no es también lo que les pasó a quienes les pasó y vivieron para contarlo? Por supuesto, es mucho más el dolor que sufrieron. De todos modos, me pregunto: ¿quienes vivimos en democracia no somos de algún modo todos sobrevivientes? No quiero arrogarme nada. Pero sé que no va a venir el hada madrina y con la varita va a tocar al muñeco de madera para convertirlo en niño de verdad. No hay hada, no hay varita, no hay magia. Como decía Roberto Arlt: “El futuro es nuestro por prepotencia de trabajo”.
Para mí, entonces, para los que alguito nos pasó (permiso Estela y siempre voy a pedir perdón) y para los que en serio les pasó, es algo hermoso cada vez que vamos a votar. Los días de elecciones son de los más alegres de mi vida. Los días en que una ley justa se vota. Los días en que un pueblo se beneficia con un derecho conquistado. Los de los juramentos en el Congreso que habilitan acciones en el mismo acto de jurar, como en el del jueves 7 de diciembre donde también juró mi hijo, el diputado Juan Marino:
Yo, que además soy de la quinta de las personas que no creen en la existencia de Dios ni en la felicidad, es decir, de esas cosas que permanecen para siempre y nos sobrexisten, creo en cambio sí en que hay alegrías conquistadas. Cosas que nos ganamos con la prepotencia de nuestro trabajo, nuestro tesón, nuestra resistencia. Ser madre también es un trabajo, aunque las luchas de mis hijos son puro mérito de ellos, de su inteligencia y sensibilidad. Ellos nacieron en democracia pero entienden que hay una historia, una militancia y una resistencia.
No solo la resistencia fue, de nuevo, para aquellas personas que tuvieron que aguantarse cosas horribles en sus cuerpos. Y el máximo respeto (diría, ahí, sí, casi sagrado) para quienes sobrevivieron a los campos de concentración y sus familiares. Sino también para todo el resto. Porque el terrorismo de Estado dañó tanto el tejido social que la democracia no termina de sanar nunca a la población. Quiero decir con esto que reconocer el daño es el primer paso. Retomo aquí la apelación de Carlotto “al que le pasó y al que no le pasó”, en referencia, también, entiendo, a las generaciones NIC, otra vez, que creen que la democracia no se conquistó, que viene dada o por default, y también para esas otras personas que durante tanto tiempo dijeron que “con los militares estábamos mejor” y esas clases medias y altas que pedían esa palabra que en ciertos contextos resulta escalofriante: orden. Como también resultó escalofriante que los militares todavía en el poder hablaran, escribieran, insistieran en la palabra “pacificación” en 1983: ese año solo hubo 21 días de democracia, como recuerda casi como un mantra Marina Abiuso en 1983: el año en el que recuperamos la democracia | Podcast on Spotify.
La historia al final siempre demuestra de qué lado están las personas de bien. No creo que sean quienes hoy, insisto, apuesten a motoserrar a la democracia y sus socios, ni los insultos y agresiones y múltiples trolleos en redes como modo de comunicación privilegiado. Ni a sacar los tanques a las calles ni a poner códigos contravencionales por encima de nuestra Constitución.
Podría haber escrito una nota contando la historia de la democracia en estos 40 años. Podría haber citado fuentes, libros, artículos y demás. Pero salió algo de las vísceras, no las del estómago, las del cerebro. Si los dedos son la parte del cuerpo que más movemos los escritores, la víscera que más trabaja es el cerebro. Y eso lo digo también como mujer. Que tanto nos dijeron que estábamos para reproducir, cuidar, tareas domésticas y demases, y todo lo que conquistamos estos últimos años también fue en democracia. Fallida, capitalista, con millones de deudas, sí, claro (cierto, tenía que hablar de las deudas de la democracia en esta nota, ups), pero que nos dio el aborto legal, y un montón de derechos. Empezando por la alegría del día del voto. Si esta vez (y otras, claro) el resultado es adverso, sabremos seguir resistiendo y, al menos, desde este lugar, desde esta tribuna que agradezco y que en parte me gané porque puedo superar el miedo y decir escribir) lo que pienso (y soy consciente de mis privilegios de raza, clase, geografía y demás), eso es gracias a los 40 años de democracia ininterrumpida.
En las elecciones presidenciales de este año fui autoridad de mesa. No “me tocó”, fui voluntaria porque lo consideré un deber cívico. Me impactó ver, en las planillas de votantes, esos espacios sombreados donde resalta: “elector ausente por desaparición forzada”, una figura que se incorporó recién en 2010 a través del decreto 935 de la Cámara Nacional Electoral, que en su artículo 6° expresa: “Los electores incorporados como ausentes por desaparición forzada permanecerán en el REGISTRO NACIONAL DE ELECTORES y en los padrones, en las condiciones establecidas en el artículo 9°, no debiéndose disponer su baja por el transcurso del tiempo o por razones de edad del elector, como testimonio histórico para conocimiento de la sociedad y de las futuras generaciones”. Una vez más, las palabras hacen.
Este fin de año, con el ritual de las 12 pasas de uvas, voy a pedir doce deseos: Que nadie vuelva a golpear la puerta de los cuarteles, que nadie ataque a los jóvenes que piensan que el mundo podría ser un lugar mucho mejor. Más justo. Más equitativo. Que no nos motosierren los sueños, los salarios, ni la palabra. El resto de los deseos, me los guardo para mí, en secreto. No decir es también, un derecho conquistado.
Gabriela Saidon, periodista, escritora.