El suicidio de Horacio Quiroga: pobre, enfermo en un hospital y con polvo de cianuro
El talentoso escritor, nacido en Uruguay y encandilado para siempre por la selva misionera, inició una saga de suicidios de colegas consagrados, como Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, que terminaron con sus vidas en 1938.
A pesar de estar separado, su esposa y sus amigos -que le habían gestionado una jubilación- lo cuidaban. Dos años atrás en la ciudad de Posadas, a Horacio Quiroga le habían diagnosticado hipertrofia de próstata. Como no mejoraba se internó en el Hospital de Clínicas, por lo que se creía era una infección urinaria. Sin embargo, en febrero de 1937 los médicos le dieron la peor noticia: tenía cáncer de próstata, en un estado que ya no era operable.
Se lamentaba con su amigo Ezequiel Martínez Estrada: “Voy quedando tan, tan cortito de afectos e ilusiones, que cada uno de éstos que me abandona me lleva verdaderos pedazos de vida”.
Vivía en el hospital, donde entraba y salía con libertad, y se dedicaba a escribir para obtener unos pesos para vivir. Cuando la junta de médicos le comunicó el diagnóstico con un pronóstico inexorable, pidió dar un paseo. Regresó cerca de las once de la noche, y nadie se percató que había comprado polvo de cianuro que ingirió ese mismo 18 de febrero de 1937.
Cuando Leopoldo Lugones se enteró, fue brutal: “Se mató como una sirvienta”. Un año después, él mismo se quitaría la vida en un recreo en el Tigre ingiriendo el mismo veneno.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza vino al mundo con el signo del infortunio grabado a fuego. Nacido el 31 de diciembre de 1878 en Salto, Uruguay, con pocos meses de vida quedó huérfano de padre -vicecónsul argentino y pariente de Facundo Quiroga– cuando en un accidente de caza se mató de un escopetazo. Su madre Pastora Forteza se volvió a casar en 1891 con Mario Barcos quien, en 1896, quedó paralizado a raíz de un derrame cerebral.
Por una desgraciada casualidad, Horacio fue testigo del momento en que Barcos se volaba la cabeza, también de un disparo de escopeta.
La herencia del padrastro la gastó en un viaje por Europa, al que fue en primera y volvió en tercera, sin un peso y con una larga barba que luciría toda su vida. Su pasión por la escritura –que compartía con la de la fotografía, el ciclismo y la química- hizo que en 1901 publicase su primer libro, “Los arrecifes de coral”, dedicado a Lugones, que lo había deslumbrado con su obra “Oda a la desnudez”. Algunos criticaron ese libro, al calificarlo de “macaneos de un desequilibrado”.
Ese 1901 fue trágico en su vida. Dos hermanos murieron de fiebre tifoidea en el Chaco y fracasó su proyecto de una explotación algodonera en la provincia. Asistiendo en la limpieza de un revólver que su amigo Federico Ferrando usaría en un duelo con el periodista Germán Papini Zas, se le escapó un tiro que ingresó por la boca de Ferrando y lo mató. Absuelto de culpa y cargo, dejó Uruguay y fue a vivir a la casa de su hermana María, en Argentina.
Se ganó la vida como profesor mientras que publicaba sus cuentos en diversos medios como Caras y Caretas, PBT, Tipos y Tipetes y el diario La Nación, entre otros.
Acompañó como fotógrafo a Lugones en su viaje de estudio de las misiones jesuíticas de San Ignacio. Quiroga se deslumbró con una tierra de la que quedaría prendado para siempre. En 1906, con la ayuda de un crédito, adquirió una chacra de 185 hectáreas sobre el Alto Paraná.
Era profesor de literatura en el Normal 8 cuando se enamoró de una de sus alumnas, Ana María Cires, nacida en 1890, y que vivía en Banfield. A pesar de la oposición de los padres franceses de ella, se casaron el 30 de diciembre de 1909. En marzo del año siguiente, Quiroga pidió licencia en el colegio, y preparó todo para instalarse en la provincia de la tierra colorada.
No solo construiría una casa de madera, en la que incluyó un taller, sino también otra de piedra en la que se instaló su suegra, que no quería dejar sola a su hija. De aquellas épocas sobrevive un tacuaral, que él plantó.
Quiroga explotaba un yerbatal y fue juez de paz. Su desprolijidad y desapego en las cuestiones burocráticas lo llevó a anotar los nacimientos y defunciones en papelitos sueltos que guardaba en una lata de galletitas sin ningún tipo de orden.
En 1911 nació Eglé, su primera hija, y al año siguiente llegaría Darío. Pero la desgracia volvería a golpear a su puerta: su esposa se suicidó en febrero de 1915 ingiriendo líquido para revelado fotográfico. Tenía 25 años y agonizó cinco días. Está sepultada en el cementerio de San Ignacio.
Quiroga regresó a Buenos Aires con sus hijos, viviendo miserablemente en un sótano de la calle Canning. Consiguió un puesto en el consulado uruguayo en Buenos Aires. Pudo mudarse a un departamento y más tarde a una vieja casa en Olivos.
Los críticos aseguran que en esa época escribió sus libros más consagrados. “Cuentos de amor, de locura y de muerte”, de 1917 y “Los Desterrados”, de 1926. En el medio, “Cuentos de la Selva”, de 1918; “Anaconda”, de 1921 y “El Desierto”, de 1924.
Por 1919 quedó deslumbrado por el cine, y no solo escribió críticas y reseñas de películas, sino que se animó con un guión, “La jangada”, que no pasó de ahí. También había pensado llevar a la pantalla “La gallina degollada”.
Entre 1919 y 1922 mantuvo una estrecha relación con la poetisa Alfonsina Storni. Hasta llegó proponerle irse juntos a Misiones. Indecisa, le consultó a su amigo, el pintor Quinquela Martín. “¿Con ese loco? ¡No!”, respondió tajante el artista boquense.
Su espíritu enamoradizo le hizo fijar sus ojos en una de sus alumnas, Ana María Palacio, de 17 años, pero los padres no sólo se opusieron a la relación, sino que la llevaron lejos del alcance del escritor.
Pasaba largas temporadas en su casa de Misiones, donde construyó sus propios muebles con la ayuda del lugareño Jacinto Escalera. Realizaba largos paseos por el río en una embarcación, a la que bautizó “Gaviota”. Su inventiva lo llevó a idear un aparato para la extracción de caucho, un mecanismo para matar hormigas y un método para la destilación de naranjas.
En 1927 se enamoró de María Elena Bravo, compañera de su hija Eglé. La chica, aún no tenía 20 años y él le llevaba casi 30. En 1928 tuvieron una hija, María Elena, “Pitoca”. El problema era que su esposa no quería saber nada con vivir en Misiones, adonde habían viajado en el Ford que el escritor había comprado.
En 1935 publicó su último libro “Más allá”.
La noticia de su muerte impactó. Ni dinero para su sepelio tenía. Con lo que aportó Natalio Botana, director del diario Crítica y sus hijos, fue velado en la Sociedad Argentina de Escritores, que él había colaborado en fundar.
Su amiga Alfonsina -que se quitaría la vida en Mar del Plata el 25 de octubre de 1938- se ocupó de despedirlo a la manera que mejor sabía hacerlo: “Morir como tú, Horacio, en tus cabales, y así como en tus cuentos, no está mal; un rayo a tiempo y se acabó la feria… allá dirán”.
Ese sino autodestructivo que rodeó su vida no terminó con su muerte. Eglé se suicidó en 1938, exactamente un año después y Darío en 1952. Su otra hija, María Elena, lo hizo en enero de 1988.
Tendría mejores honras fúnebres cuando sus restos fueron llevados al Uruguay. Sus deseos eran la de ser cremado y que sus cenizas fueran esparcidas en la selva misionera, en esa tierra roja que lo había cautivado para siempre.